lunes, 10 de abril de 2017

JONI MITCHELL: UNA CREMALLERA EN EL CORAZÓN

Carlos Bouza
Pikara, 19/12/2014



Fue un compañero de profesión, David Crosby, quien dijo de ella que es “tan buena poeta como Bob Dylan, y mucho mejor músico”. Joni Mitchell atesora muchas otras medallas: cincuenta años de carrera ajena a las concesiones, y un puñado de discos destinados a marcar nuevos caminos en la canción de autor contemporánea, que han influido a artistas como Tori Amos, Cat Power o k.d. Lang. Todavía rebelde e incorruptible, ésta es parte de su historia.

“Estoy en una carretera solitaria y viajo, viajo, viajo…”

Joni Mitchell arrancaba con estas palabras su canción ˈAll I Wantˈ, editada en 1971. Todavía no había cumplido los treinta años, y en ellas encerraba ya todos sus anhelos presentes y futuros: un ansia de libertad que le ardía entre los dedos, una búsqueda obsesiva de esa independencia personal y artística que tantas veces se ha señalado como vértice de su obra. Por entonces, Mitchell acababa de publicar ˈBlueˈ, un disco atravesado por una tensión constante entre las imposiciones tácitas de la vida (un destino familiar y doméstico) y el compromiso único con una existencia autónoma y volcada en el arte. Con esa obra, escrita y grabada a tumba abierta, estableció un sólido canon para quienes, en el futuro, trabajarían en el terreno de la canción confesional dentro de la música pop. Saludada desde entonces como la más importante cantautora anglosajona de la historia, antes tuvo que recorrer un largo camino lleno de renuncias y búsquedas no siempre satisfactorias.

Nacida como Roberta Joan Anderson en Alberta, Canadá, en 1943, Joni se crió como hija única en Saskatoon, una pequeña ciudad enmarcada en las praderas canadienses. Como muchas otras niñas de su época, fue condenada a un largo período de reclusión a causa de la polimielitis, con el único consuelo de una vocación artística temprana, fundamentalmente entregada a la pintura y la música. Con el paso de los años, Joni capturaría toda su infancia en una imagen poderosa e insistente: una pequeña ventana de la casa familiar, orientada hacia la vía del tren, a través de la cual imaginaba infinitos destinos posibles, y la oportunidad de construir una vida más allá de Saskatoon. Mientras no se obraba el milagro, quedaba el bálsamo del arte. Con un viejo libro de partituras de Pete Seeger, la biblioteca viviente del folk norteamericano, Joni aprendió los rudimentos del banjo. De la mano de una profesora de piano, absorbió las nociones básicas del instrumento, pero se negó a dominarlo dentro de la ortodoxia que pretendían inculcarle. Y cuando al fin pudo acudir a la escuela de Bellas Artes, comprendió que la pintura le otorgaba unas posibilidades infinitas de expresión, destacando muy pronto entre el resto de estudiantes.



Ya en su adolescencia, decidida a recuperar el tiempo perdido, la ciudad se convirtió en su particular tierra de las oportunidades. Al calor de las máquinas de discos, felizmente nutridas de canciones de rock’n’roll clásico, las bulliciosas noches de Calgary ensancharon las ansias de escape de Joni, y acentuaron una visión que habría de marcar su vida: la pintura había sido su vocación primera, y la más importante, pero tal vez la guitarra podría convertirse en un salvoconducto hacia la emancipación total. Poco tiempo después, ya estaba cantando sobre las tablas del café Depression, forjando poco a poco su estilo como vocalista. Sin embargo, aun confiando en su talento para transferir ideas innovadoras sobre un lienzo, estaba lejos de poseer un lenguaje propio como autora de música pop. Empezaría a conquistarlo poco a poco, investigando en las diferentes sonoridades que la guitarra le ofrecía según las distintas afinaciones, y estudiando de cerca el estilo de contemporáneas como Joan Baez y Judy Collins, que ya se habían labrado un enorme prestigio dentro de la escena folk de la época.

Fue una tragedia íntima la que le daría alas para redoblar sus esfuerzos. En 1965, con apenas dieciocho años, se quedó embarazada de su primera hija. En el ambiente conservador de Saskatoon, la noticia no tardó mucho en estigmatizarla: sin una pareja estable ni recursos a su alcance, siendo el aborto una opción todavía inimaginable, la joven estudiante de Bellas Artes comprendió que la única salida viable era dar a su hija en adopción. La decisión abrió una profunda brecha en la personalidad de Joni, pero también activó los resortes para que su talento como compositora, hasta entonces dormido, estallase definitivamente. No obstante, los cimientos de su carrera profesional todavía eran inseguros. Poco tiempo después, se veía embarcada en un matrimonio que nacía muerto, pero en el que había depositado erróneamente su proyecto de estabilidad personal. De Chuck Mitchell, el hombre elegido, tomaría el apellido por el que hoy la conocemos, y con él emprendió en EEUU una endeble alianza musical que no haría más que asfixiar su reciente e inflamada inspiración.

A medida que su vida de pareja naufragaba, Joni empezó a escribir canciones compulsivamente, construyendo a través de ellas un imaginario ya radicalmente propio. Canciones que como ˈBoth Sides Nowˈ, su primer gran éxito, surgían de la implosión de su mundo interior, y sólo podían ser transmitidas con su propia voz.

“He visto el amor desde ambos lados / desde el dar y el recibir, y aun así / son espejismos de amor lo que recuerdo / En realidad no conozco el amor en absoluto”

Con una letra que transitaba entre la infancia y la madurez, las expectativas y los fracasos, ˈBoth Sides Nowˈ era una canción inusualmente compleja para una compositora que estaba iniciando su camino. Tampoco constituía un logro aislado: el tema formaba parte del grueso muestrario con el que Joni se presentó en 1967 en el Greenwich Village neoyorquino, un barrio bohemio congestionado de cafés musicales, donde artistas emergentes como Bob Dylan o Phil Ochs habían trabajado duro en la recuperación y modernización del folklore norteamericano. Nuestra protagonista no tardó en destacar entre la segunda gran oleada de talentos que, como Leonard Cohen, buscaban su oportunidad en un terreno tan competitivo como aquel. Aún sin representante, encalleciéndose con aparente timidez en locales de pequeño aforo, Joni contaba con valores ciertamente inusuales: no sólo era de las pocas mujeres que escribían su propio material; además, ella apuntalaba ese material con un punto de vista sólido, insuflado por una sabiduría que no tardó en ser detectada por sus contemporáneos. En muy poco tiempo, artistas como Fairport Convention o Tom Rush se peleaban por grabar sus canciones. Algunas compañeras del circuito folk, como Judy Collins o Buffy Sainte-Marie, se apresuraban tanto a la hora de modelar sus propias versiones que incluso las volcaban en sus discos antes de que la propia Joni hubiese pisado un estudio de grabación.

Pese a todo, con su larga melena rubia y sus rasgos angulosos, aprendió muy pronto a escabullirse de los estereotipos. Comercialmente, parecía encajar en el estándar de hippie desarmada, dispuesta a predicar con los clichés del verano del amor, aunque las duras observaciones que empedraban sus textos apuntasen en una dirección radicalmente opuesta. Lejos de ofrecer arte coyuntural, su estilo era el resultado de un complejo proceso de metabolización, que imantaba al oyente sin posibilidad de escape. Por un lado, Joni recogía la herencia de los viejos crooners a los que tanto admiraba, trabajando con ahínco en el aspecto melódico y armónico de la música, donde letras directas y sin grandes artificios pudiesen encajar de la forma más natural posible. Por otro lado había un faro llamado Bob Dylan, ya omnipresente, que había ensanchado el lenguaje y las posibilidades narrativas de la música rock hasta el punto de que nadie podía escapar a su influjo. A grandes rasgos, lo que Joni hizo fue tender un puente entre ambas tradiciones, hecho que le otorgó un merecido estatus de pionera.


Esta síntesis está magistralmente impresa en su primer ciclo de grabaciones, los cinco álbumes que comprenden desde ˈSong To A Seagullˈ (1968) hasta ˈFor The Rosesˈ (1971). Hablamos, en todos los casos, de discos que calan hondo con pocos mimbres: tan sólo una voz elástica, cristalina, y un núcleo instrumental de guitarra, piano o dulcémele urdido por la propia autora. Los elementos adicionales (vientos, cuerdas, armónica, un leve acompañamiento de rock) empujan ocasionalmente el conjunto, pero es Joni quien, por utilizar un término cinematográfico, roba todas las escenas, canción tras canción. Es una cuestión de sonido, pero también de poesía de alto voltaje: una intensidad que David Crosby, productor de su primer álbum, compararía con el impacto de “una granada de mano”.

En un momento del documental ˈWoman Of Heart And Mind: A Life Storyˈ (Stephanie Bennet, 2003), Mitchell introducía una reveladora nota autobiográfica. Su abuela había arrastrado hasta la tumba una existencia de poeta y música frustrada, consecuencia de un tajante precepto familiar que impedía a las mujeres desarrollar sus inquietudes artísticas. Marcada por su recuerdo, Joni entendió que su misión era asumir hasta las últimas consecuencias las riendas de dos destinos paralelos, el de aquella anciana de vocación malograda y el suyo propio. La historia nos puede ayudar a entender hasta qué punto sus canciones parecen excavadas por alguien que no duda en mancharse las manos, y por qué muchas de ellas se consagran a radiografiar los deseos, los desengaños y el ansia de autonomía de cualquiera que esté dispuesto o dispuesta a concederle su tiempo. En esos primeros álbumes abundan los retratos femeninos: la joven atrapada entre una vida impuesta y su afán de conquistar el propio destino (ˈCactus Treeˈ); la amiga que se consume en una cotidianidad solitaria (ˈMarcieˈ); la mujer ante quien planea la sombra de la inestabilidad mental (ˈI Think I Understandˈ), o la novia paralizada ante la incertidumbre de un amor que nace (ˈI Don’t Know Where I Standˈ).

En 1969, con este catálogo floreciente entre manos, Joni Mitchell desplazó su actividad desde el Greenwich Village a Laurel Canyon, en las montañas de Hollywood, donde estrellas como Jim Morrison o Neil Young se codeaban en una fértil comunidad de artistas y músicos, en la que nuestra protagonista terminó de forjar su prestigio. Allí, el inicio de una intensa relación con Graham Nash (Crosby, Stills, Nash & Young, The Hollies) provocaría un nuevo conflicto con su innata tendencia a la emancipación, al tiempo que descubría todo lo que la fama podía tener de depredadora: a la vuelta de la esquina le esperaba un Carnegie Hall rebosante, y la exposición ante las audiencias impersonales y masivas que alimentaban los grandes festivales. Una carga demasiada pesada para alguien que entendía la creación como un proceso íntimo.

“Las canciones tristes son como tatuajes” (ˈBlueˈ, 1971)

ˈBlueˈ, su obra maestra, es el resultado directo de todas estas turbulencias. Un disco biográfico y sangrante, macerado en pop acústico y ráfagas de jazz, alimentado por una colisión tras otra: abandonar a la persona a la que amas para aferrarte a tu autonomía (ˈRiverˈ, inspirada en su idilio con Graham Nash), abandonar a tu hija, atenazada por un miedo paralizante (ˈLittle Greenˈ), navegar a duras penas entre el éxito profesional y la catástrofe privada. Cuenta la leyenda que Kris Kristofferson, tras escuchar impávido las once canciones que componen este álbum lleno de bares y carreteras desiertas, recomendó a Joni que se guardase “algo para ella”, y los hechos parecen confirmar la anécdota: al abandonar las sesiones de grabación, la propia Joni aseguraba sentirse tan frágil y traslúcida como el celofán de un paquete de tabaco. Tanto que lo que siguió fue un retiro temporal, y la determinación de, en la medida de lo posible, abandonar los discos susceptibles de empujarle a una situación de peligro.



Primero rompió con todo lo que le rodeaba, para romper después con su música tal y como se había desarrollado hasta ese momento. Recluida en algún punto de las montañas canadienses, prescindiendo de la electricidad durante casi un año, Joni encontró en la naturaleza el bálsamo necesario frente a la crisis nerviosa que pocos meses antes había estimulado su retiro. Ahora, su preocupación más apremiante era hacia dónde dirigir sus canciones. La vocación pictórica, nunca abandonada, le concedería finalmente las herramientas necesarias para emprender un giro en su carrera: si la música, como la pintura, consistía únicamente en el uso de formas y colores, tan sólo era necesario probar con nuevas combinaciones.

Así, entre ˈCourt & Sparkˈ (1974) y ˈMingusˈ (1979), sus grabaciones se convirtieron en extensos trabajos colaborativos, cada vez más impregnados por el lenguaje del jazz. En discos como ˈThe Hissing Of The Summer Lawnsˈ, de 1975, donde hasta quince instrumentistas adicionales urdían un novedoso y exuberante envoltorio de raíz africana, jazz y folk, Joni estaba renunciando al clima de vulnerabilidad que había dominado su música hasta el momento. En directo, convertida en líder temporal de una banda de rock (L.A Express), también dejaba atrás a la mujer solitaria detrás del piano, la guitarra o el dulcémele. Y como letrista, sus temas comenzaban a experimentar un lento desplazamiento desde lo personal a lo comunitario, centrándose cada vez más en rascar las miserias adheridas a la sociedad estadounidense de su tiempo.

Mitchell era consciente de que sus recientes volantazos acabarían por desterrarla de las principales emisoras de radio, condenándola al foso de las audiencias minoritarias. No obstante, para alguien que apreciaba tanto su libertad, ese riesgo no supuso tanto un obstáculo como un cierto consuelo. Cuando en 1979 lanzó ˈMingusˈ, parcialmente compuesto por laberínticas partituras de jazz diseñadas por el legendario Charles Mingus, buena parte de su público huyó aterrorizado; para Joni, sin embargo, esa fue la jugada maestra que destruyó definitivamente su imagen de quebradizo icono hippie, al tiempo que coronaba con honores el período central de su trayectoria.

Es posible que sus diseños sonoros se estandarizasen a partir de entonces, alimentados desde ˈWild Things Run Fastˈ (1982) por un pop más comercial, embellecido con arreglos cargados de sintetizadores y guitarras ambientales. Pero bajo este extraño barniz de sofisticación, y coincidiendo con el advenimiento de la era Reagan, localizamos a la Joni más corrosiva de toda su carrera: una comentarista social aún más encarnizada, que redobla sus fuerzas a la hora de embestir contra el fundamentalismo cristiano, el abuso hacia las mujeres, la avaricia corporativa y otros fracasos morales fuertemente enraizados en la era contemporánea. Una vez más, sus intrincadas canciones de corte narrativo experimentaban un nuevo giro. Donde antes había mujeres que despertaban a la vida o la observaban desde un retrovisor, ahora encontramos a yuppies repulsivos. Donde había personajes que se debatían entre ceder o no parte de su libertad en el contexto de una relación afectiva , ahora hallamos a monjas que caen una y otra vez en las tentaciones más sórdidas.

Si bien es fácil detectar las debilidades que deterioran discos característicos de este período, como ˈChalk Mark In A Rain Stormˈ (1988), a menudo salpicados por alguna letra rutinaria e instrumentaciones que hoy nos pueden resultar caducas, no es menos cierto que todos ellos proyectan a una artista en perpetua guerra contra el conformismo y la frivolidad. Esto explica que, en los años noventa, Joni atraviese la década colmada de premios y distinciones, incluyendo su entrada en el Rock & Roll Hall Of Fame en 1997. Algo que mucha gente, incluyéndola a ella, entendió como una forma sutil de expulsarla del presente, relegando su incómoda presencia a las vitrinas de la música pop. El hecho de que aún fuese capaz de tallar discos hermosos y adultos, como ˈBoth Sides Nowˈ (2000), donde su voz calcinada por el tabaco insuflaba nueva vida a viejos estándares de jazz, era lo de menos: la industria musical norteamericana, demasiado ocupada en empaquetar productos de consumo rápido, había dejado de tenerla en cuenta. En sus propias palabras, “no valoran el nivel de mi trabajo. En la industria me tratan como si hubiese estado muerta durante veinte años, e incluso hubo personas a las que llamaron “la nueva Mitchell”, cuando no eran tan buenas como yo. Aún estoy tratando de curarme las heridas, y todavía tengo un montón de cosas que decir. Pero también sé lo que es el honor, y alguna vez me sentí honrada. Por ejemplo, en un restaurante, cuando un pianista negro y ciego me dijo: “Joni, haces música sin género y sin raza”. Eso, para mí, fue un honor”.

Por descontado, no hay “nuevas Joni Mitchell” en el horizonte. Tan cierto como que Joni Mitchell está viva, destilando nuevos discos (eso sí, cada vez más espaciados) desde los márgenes del foco mediático. Parece más adecuado rastrear, simplemente, su huella en otros artistas contemporáneos, hombres y mujeres, donde la carga genética de Joni se desperdiga en múltiples direcciones. Basta con acercarnos a nuestra colección de discos y comprobar que, si deslizamos en el reproductor algún título de Tori Amos, Sonic Youth, Cat Power, Lucinda Williams, James Taylor, Prince, Fiona Apple, Morrissey, k.d Lang o Tracy Chapman, por citar unos pocos nombres, ya estaremos bajo la influencia indeleble de la autora de ˈBlueˈ.

El título del artículo se inspira en un comentario de Graham Nash sobre el disco ‘Blue’ de Joni Mitchell (“…she had a zipper on her heart…”)