Emilio de Gorgot
Jot Down, marzo, 2019
Yo lo que te digo es: toca a tu manera. No toques lo que el público quiere oír. Toca lo que tú quieres y deja que el público lo descubra después, incluso si les cuesta quince o veinte años. (Thelonius Monk)
Trabajar con Monk me acercó a un arquitecto musical del más elevado orden. Sentí que de él estaba aprendiendo de todas las maneras: a través de los sentidos, de la teoría, de la técnica. Le hablaba de problemas musicales y él se sentaba al piano y me mostraba las respuestas, simplemente tocándolas. Podía verlo y descubrir aquellas cosas que quería aprender. También podía ver un montón de cosas que hasta entonces no conocía en absoluto. (John Coltrane)
Toqué durante una semana con Monk. (…) Entraba en el club con el sombrero y el abrigo puestos, se sentaba en el piano y no nos decía nada. ¡Nada! No sabíamos ni lo que estábamos tocando. El contrabajista Jimmy Bond intentaba ver la mano izquierda de Monk para averiguar en qué tono estábamos. (…) Cada noche, Thelonious terminaba el repertorio y se marchaba sin haberse quitado en ningún momento el sombrero o el abrigo. (…) Hizo esto toda la semana, así que intentábamos entender lo que pasaba: «Tío, ¿es que nos odia? ¿Le gustamos? ¿Estamos tocando bien su música?». Pero, ¡eso era todo! ¡Nunca dijo una palabra! Nunca pude llegar a comprenderlo. (Albert Tootie Heath, batería de jazz)
Lució, sobre esto no cabe discusión, uno de los más majestuosos nombres imaginables: Thelonious Sphere Monk. De entre todos los emblemas de genialidad asociados a su figura, fue el único que no podemos considerar mérito suyo, sino de sus padres. Todo lo demás, eso sí, fue el producto de una mente insondable. Se desconoce más sobre Monk que lo que se presume saber y se presume saber más de lo que se debería. Todos tendemos a psicoanalizar a las figuras que nos deslumbran, es verdad, y aunque nos equivocamos casi siempre, no deja de ser un error producto de la admiración. Pero ni sus propios músicos lo entendían, así que no podemos pretender entenderlo nosotros.
«Tocando con él podías ser libre, pero no demasiado libre», ha dicho alguna vez el legendario saxofonista Sonny Rollins, uno de sus más afines compañeros de aventuras artísticas. Otro músico insondable y genial, John Coltrane, formó parte de su banda durante una breve temporada y diría después que estar tocando con Monk suponía un desafío; perderle la pista en algún cambio de acorde era «como caer por el oscuro hueco de un ascensor». Aunque Coltrane también asimiló como un guante el estilo de Monk y en las escasas grabaciones que hicieron juntos es fácil percibir una buena compenetración. Todo lo contrario sucedió con Miles Davis; el único de entre los grandes con los que Monk compartió sesiones sin encontrar conexión musical o personal alguna. Es posible que el ego de Miles fuese el principal responsable de ello.
Los sucesivos escuderos y colaboradores de Monk, exceptuando a Davis, le siguieron de manera incondicional, aunque como líder de banda fuese muy sui generis. Rollins describió en alguna ocasión la rutina interna en el grupo: Monk llegaba al ensayo y repartía partituras con alguna composición «intrincada» cuya naturaleza marciana provocaba desánimo y quejas entre los músicos: «Esto es imposible. No podemos tocar esto». Monk hacía caso omiso, explicaba lo que necesitaba explicar y al finalizar el ensayo toda la banda estaba tocando lo que había en los pentagramas. Descontando sus periodos de profunda insociabilidad, que se fueron haciendo más frecuentes con los años, Monk era un jefe de banda paciente y didáctico. Era buen profesor porque había sido autodidacta; de pequeño aprendió a tocar y leer música por su cuenta para acompañar al órgano los cantos religiosos de su madre. Su gran amor, sin embargo, era ya por entonces el piano, donde interpretaba música secular. Fue un niño muy brillante e ingresó en una escuela neoyorquina que ofrecía cursos especiales para aquellos alumnos que superaban determinada puntuación en las pruebas de inteligencia. La escuela ayudó a reforzar sus conocimientos musicales, pero Monk no terminó los estudios; siendo todavía un adolescente, empezó a ganarse la vida como organista en las giras de un pastor evangélico. De ahí pasó a los clubes nocturnos de su ciudad, Nueva York, donde no tardaría en destacar pese a su juventud. Su incompleta formación académica no impidió que sus conocidos señalasen la agudeza de su intelecto. «Aún tengo que conocer a quien le gane al ajedrez», decía el batería Art Blakey. Viéndolo con la perspectiva del tiempo, tenía poco sentido que Monk hubiese estudiado una carrera. Su mundo era otro.
Es difícil decir dónde terminaba la personalidad estrafalaria de Thelonious Monk y dónde empezaban los síntomas de los males que le aquejaron. Su aureola de excentricidad, popularizada por la extraña conducta que mostraba durante los conciertos propios (y ajenos), escondía una lucha contra problemas mentales que, según todos los indicios, fueron siempre mal diagnosticados y mal medicados. Sería un atrevimiento decir cuántas de sus rarezas eran debidas a esos problemas y no simplemente a lo complejo de su personalidad. Monk era un individuo extraordinario en el sentido literal de la palabra: fuera de lo normal. No solo por su talento, sino también por no plegarse a las convenciones sociales y una obvia indiferencia por la manera en que el público pudiera percibirlo. Vean por ejemplo sus característicos bailes con expresión alucinada; no eran solamente un numerito escénico, pues hacía entre bastidores o cuando estaba como público en algún garito de jazz.
Todo esto hizo que algunos quisieran leer las rarezas de su música como las consecuencias de una mente desestructurada, el mismo error que se comete al juzgar la obra de Van Gogh. El paralelismo entre la excentricidad personal y la excentricidad artística es un recurso tentador, pero ni el pintor holandés pegaba brochazos en mitad de un ataque psicótico dando como resultado la Noche estrellada, ni Monk aporreaba al tuntún las teclas de su piano para exorcizar sus demonios. Por el contrario, la música de Monk, muy marciana para la época en que empezó a desarrollar su particular estilo, era el resultado de un trabajoso proceso de ingeniería artística. En el vídeo que acaban de ver, Monk puede estar girando sobre sí mismo y vagabundeando sobre las tablas, pero cuando llega su turno se sienta en piano a tiempo y toca con total concentración sin ningún tipo de problema.
Quien escucha por primera vez alguno de sus solos, sobre todo cuando se dejaba llevar por la faceta más marciana, puede pensar que Monk se equivocaba, improvisando de una manera tan anárquica que continuamente le pegaba a las teclas que no eran; una impresión que puede verse reforzada al comprobar que en otras ocasiones tocaba de manera mucho más convencional. Grueso error. Thelonius Monk no hacía música al azar. Desarrolló su propia matemática, añadiendo notas y modificando intervalos en las armonías convencionales. En sus momentos más raros puede parecer que juguetea con el caos, pero en realidad todo en su música era muy sistemático. A veces obtenía resultados sorprendentes con recursos simples, como sustraer notas importantes de los acordes para hacerlos sonar de manera diferente. Pero incluso cuando le daba a dos teclas a la vez para hacer sonar juntas dos notas que no «deberían» sonar juntas lo hacía a propósito. Las notas que para el oyente poco familiarizado con ese estilo suenan «mal» no son errores ni productos de una improvisación libérrima, ni tampoco muestras de que en ese momento Monk estuviese pasando por un momento mental delicado. Sus disonancias no son un viaje esotérico ni un síntoma, sino deliberadas y metódicas demoliciones y reconstrucciones de las estructuras tradicionales con las que había aprendido a tocar. Para ilustrarlo, no se me ocurre mejor ejemplo que la canción «Lulu’s Back In Town». Escuchen la versión del legendario Fats Waller, uno de los mayores ídolos de Monk. Seguro que les suena la melodía porque es un clásico imperecedero. Y aunque no les suene, se les quedará con mucha facilidad porque es muy, muy pegadiza:
¿La tienen ya en la cabeza? Pues bien, ahora escuchen lo que Thelonious Monk hizo con esa misma melodía. No hay ningún desorden en ello, no es un arrebato emocional ni un desvarío. Como se sabe por testimonios y algunas grabaciones de la etapa temprana de su carrera, Monk fue desarrollando este estilo de manera progresiva, una transformación que le llevó años:
Todas esas notas fuera de sitio no están fuera de sitio, sino en el sitio donde Thelonious quería ponerlas. Va y vuelve de las armonías marcianas a las tradicionales; lo hacía dentro de una misma pieza y también en el conjunto de su carrera. En eso consistía lo más distintivo de su estilo: disco tras disco, uno nunca sabe qué Thelonious va a encontrar y cuándo. Su carrera no fue lineal porque nunca fue vanguardista por el afán de serlo. De hecho, podría escribirse una línea temporal para el jazz de los cuarenta y cincuenta, y otra línea temporal, bastante más confusa, para el propio Thelonious.
No toda su música estaba repleta de disonancias, aunque eran parte importante de su constante búsqueda. Cuando varias notas musicales empastan tan bien que no percibimos fricción alguna entre ellas decimos que son «consonantes». Conforman, por así decir, una armonía «perfecta». El problema de las armonías demasiado consonantes, donde todo está en su sitio, es que resulta difícil que dentro de ellas sucedan cosas dignas de mención. Pueden terminar siendo como una comida sin sal. En música hay excepciones para casi cualquier ley estética y también hay excepciones para esto, pero lo normal es que una pieza demasiado consonante suene plana y superficial. Por eso, desde hace siglos, los compositores han empleado disonancias para evitar la sosería, buscando los momentos indicados para juntar notas que choquen entre sí. Así generan unas fricciones, las «tensiones», que con mucha frecuencia le otorgan la gracia a las piezas musicales, captando la atención del oyente y haciéndole sentir que en esa melodía están sucediendo cosas.
Cuestión distinta es hasta dónde llega cada compositor con las disonancias; como la sal y otros aditivos culinarios, las disonancias son usadas de diferente manera según la época, el lugar, el estilo y el autor. No usaba las mismas disonancias Bach que Charlie Christian. Del mismo modo, la cantidad y profundidad de las disonancias que cada oyente puede apreciar dependen de su gusto particular. Por regla general, de nuevo trazando un paralelismo gastronómico, la música más disonante requiere acostumbrar el oído, como los sabores fuertes requieren que el paladar se habitúe. Parafraseando a Thomas Goodwin, el cielo de un hombre es el infierno de otro hombre. No a cualquiera le va a gustar un maravilloso festival de disonancias como «Protocol» de John Scofield, por más que el videoclip, rodado en la inefable Nueva York de los ochenta, no tenga desperdicio.
En el jazz no siempre hubo disonancias tan marcadas, obviamente. Monk fue una figura clave en una época revolucionaria, aunque buena parte de su aportación se produjo en la trastienda y se sabe que le molestaba el olvido al fue era sometido durante años frente a pioneros del bebop y el free jazz, quienes tenían una deuda con él, deuda que el negocio musical no reconoció lo suficiente. Él fue uno de los grandes revolucionarios de su tiempo, pero de cara al público quedó en un segundo plano. Irónicamente, se imitaba incluso su atuendo: los hipsters neoyorquinos copiaban su costumbre de llevar gafas y boina, pero mientras Parker fue adorado como un dios y Coltrane reverenciado como un coloso, Monk tuvo que edificar su leyenda ladrillo a ladrillo.
Él fue vanguardia, pero mantenía una relación complicada con el resto de la vanguardia. Ayudó a crear nuevas corrientes, pero después no las acompañaba, por lo que siempre es peliagudo intentar situarlo dentro de alguna de ellas. Él iba por su camino. Ya en los sesenta, cuando el jazz experimentaba una frenética metamorfosis que marchaba a revolución por año, Monk seguía retornando a la tradición como si el tiempo no hubiese pasado:
Había cimentado su música sobre unas bases muy concretas y fáciles de rastrear; pese a su experimentación, jamás hizo amago de querer dejarlas de lado. Aprendió a tocar el piano con el swing, el blues, el boogie y otros estilos que estaban en boga durante su infancia y adolescencia, aunque lo que más influencia tuvo sobre su manera de tocar fue el llamado stride piano que se practicaba, sobre todo, en Harlem. Era una forma de tocar directamente derivada del ragtime sureño, que experimentó una mutación cuando llegó a Manhattan. En origen, el ragtime tenía una filosofía distinta a la del jazz, en especial porque no daba pie a la improvisación. Sus autores concedían una importancia capital a las melodías, que eran como piezas de orfebrería y debían ser respetadas. Así como los músicos de jazz usaban las partituras como una simple guía a partir de la que levantar el vuelo, los compositores del ragtime registraban sus piezas en pentagramas que debían ser tocados nota por nota, como en la música sinfónica. Eso permitió que, pese a no existir grabaciones en la época dorada del ragtime, conozcamos las obras de sus principales compositores tal como fueron concebidas. Es obvio que las melodías de alguien como Scott Joplin no admitían alteraciones, ¿acaso se podría mejorar algo como «The Entertainer» improvisando sobre ello? ¡No!
Eso cambió cuando el ragtime llegó a Nueva York, donde se transformó en el stride, esto es, en ragtime improvisado. Se perdió el cuidado por las melodías en favor de los fuegos de artificio técnicos. Eso sí, se heredaba el patrón rítmico. El pianista de stride, al igual que el de ragtime, marcaba el ritmo alternando con su mano izquierda notas graves y acordes, en «uno-dos» al que se llamaba oom-pah («um-pa, um-pa, um-pa, um-pa», esto es, nota grave-acorde, nota grave-acorde). Ese patrón rítmico diferenciaba el stride de otros estilos de principios de los cuarenta como el blues o el boogie woogie En el boogie, por ejemplo, la mano izquierda solía tocar una secuencia continua de notas graves a la manera de un contrabajo. En el blues de la época lo habitual era que la mano izquierda tocase una secuencia de acordes a la manera de una guitarra, aunque también podía emplear líneas en plan boogie, solo que más lentas. Si se fijan bien en esa mano izquierda es fácil distinguir entre el stride, el boogie woogie y el blues (aunque podían combinarse las tres cosas, o por lo menos Oscar Peterson era capaz de hacerlo).
Como nota curiosa, la genealogía del oom-pah es bastante sorprendente. Aunque el ragtime fue desarrollado sobre todo por músicos negros del sur de los Estados Unidos, contenía influencias de elementos como las marchas militares. Sí, por raro que parezca, el ragtime le debe mucho, por ejemplo, al más famoso compositor de marchas de la época, el colosal John Philip Sousa. Así pues, parte de las raíces profundas del estilo de Thelonius Monk estaban en cosas como «The Liberty Bell», «Washington Post March», «Stars and Stripes Forever» o «Semper Fidelis». Sousa no solo compuso todas esas marchas que han oído ustedes en las películas, sino que tuvo su cuota de influencia en el desarrollo del jazz. Como suelo decir, en música es difícil establecer compartimentos y más aún cuando nos referimos a la música estadounidense, que es la más caótica y maravillosa macedonia de influencias de los dos últimos siglos. Vayan a la Louisiana del siglo XIX a hablarles de «apropiación cultural» y nadie hubiese entendido de qué demonios hablaban. En cualquier caso, lo que marchas militares, ragtime y stride tenían en común era su naturaleza percusiva e impetuosa. No había sitio en el stride para la sensualidad o la melancolía, elementos que Monk extraería de otros estilos como el blues. El stride de los treinta y cuarenta era como una marcha militar acelerada: un, dos, un, dos, un, dos.
El joven Thelonius Monk creció adorando a los grandes nombres del stride como James P. Johnson o el mencionado Fats Waller. Y a otros pianistas que habían orbitado en torno al stride aunque no lo tuviesen como estilo principal, como Duke Ellington o Teddy Wilson (pianista de Benny Goodman). Monk, además, fue alumno del mismísimo patriarca del stride: Willie «The Lion» Smith. Que fue, por cierto, todo un personaje: antiguo pandillero, compañero de correrías de varios campeones mundiales de boxeo como Jack Johnson, Jack Dempsey y Joe Louis, etc. Hoy poca gente lo recuerda, pero Willie Smith fue bastante popular en su día y era considerado una institución dentro del piano jazz neoyorquino. Baste decir que era idolatrado por el propio Duke Ellington y que muchos pianistas lo consideraban una especie de «padrino» por cuya bendición había que esforzarse. Es posible, quién sabe, que Monk aprendiese de Smith la costumbre de tararear de mientras tocaba.
Monk empezó a hacerse un nombre dentro del circuito stride, en particular en los concursos. La afición de los neoyorquinos por las competiciones es muy anterior a las batallas de rimas del hip hop; en los años cuarenta, cuando Monk empezó a tocar en clubes nocturnos, las madrugadas se alargaban con batallas de stride donde los jóvenes aspirantes a virtuoso trataban de impresionar al establishment de Manhattan. A Thelonious no le costó destacar en ese ambiente, labrándose una reputación y consiguiendo el puesto de pianista residente en el legendario club Minton’s Playhouse. Sus técnicas instrumentales, eso sí, eran muy heterodoxas. No tenía manos de pianista y sus dedos eran un tanto cortos, pero lo compensaba con sus particularísimas costumbres: subir mucho las manos o atacar las teclas con los dedos rígidos. Aquella extravagante manera de compensar la poca envergadura de sus manos resultó ajustarse como un guante al stride, porque ese ataque percusivo le confería una especial fuerza y eso, más que finura, era lo que el estilo requería. Además, Thelonious lo adornaba todo con repentinas cascadas de notas al estilo de otra de sus grandes influencias, Art Tatum. A primera vista, el estilo de Monk parece muy diferente del de Tatum, quien incluía en sus composiciones de jazz algunos elementos tomados de fuentes muy ajenas como la música clásica (a Tatum le gustaba improvisar sobre piezas de Chopin, Dvorak y similares). Pero la verdad es que, pese a ser mucho más ecléctico que Monk, Art Tatum también se consideraba, antes que ninguna otra cosa, discípulo de los pianistas de stride (baste decir que Fats Waller era el máximo ídolo de Tatum).
Con todo, una de las mayores referencias de Thelonious Monk fue un saxofonista, Coleman Hawkins, en cuyas grabaciones tempranas ya podía percibirse cierta tendencia a colar disonancias inesperadas que, cabe suponer, mostraron a Monk y otros el camino a seguir. Además de las batallas de stride, Manhattan bullía con las experimentaciones de músicos jóvenes como Charlie Parker. Por supuesto, Monk formaba parte de ellas. Pero cuando Parker se convirtió en un nuevo paradigma, Monk continuó por su camino. En años posteriores, Coleman Hawkins se metería en el bebop que había nacido en parte bajo su sombra, siendo un maestro que terminó pareciéndose a sus alumnos (aunque no lo digo de manera peyorativa; su apertura era admirable). Por el contrario, Monk nunca dejó de parecerse a sí mismo. De hecho, es un tanto difícil encajarlo en el universo bebop, aunque lo llamasen «Sumo Sacerdote del Bebop» y hubiese desempeñado un oimportante papel en aquella revolución, Thelonious siempre estuvo en su propia galaxia, haciendo las cosas bajo normas creadas por él mismo. No era uno de los tantos músicos que empezaron a seguir las leyes parkerianas y eso se nota en algunas de sus grabaciones donde la banda suena a bebop, pero el piano suena a Thelonious.
Volviendo a principios de los cuarenta, las noches de Minton’s —algunas de las cuales, por fortuna, fueron grabadas para la posteridad— eran el entorno idóneo para que Thelonious fuese pavimentando su parte del camino hacia aquel bebop del que formaría parte a su manera. Hubo una diferencia fundamental entre Charlie Parker y él. Parker era saxofonista y se ocupó de descomponer las melodías según una nueva ley que impactó en su entorno con la fuerza de un Big Bang. Lo de Monk, en cambio, no era un cambio súbito de una ley, sino una continua sucesión de pequeñas enmiendas a la constitución del jazz. Parker siempre recordó el momento preciso en que, ensayando «Cherokee», se le iluminó el cielo y recibió un arrebato de inspiración para hacer solos bajo otro paradigma. Sin embargo, no se puede señalar un momento semejante en la biografía de Monk, cuya revolución personal fue más paulatina. Iba añadiendo pequeñas novedades armónicas aquí y allá, hasta el momento en que fue capaz de tocar una música marciana que solamente hacía él y no era un derivado más de Parker. Cualquiera podía imitar a Parker simplemente con adaptar —mejor o peor— sus leyes, pero para imitar a Monk había que vivir en la cabeza de Monk, y eso solo podía hacerlo Monk.
Pese a la importancia histórica de sus aportaciones, tardó en conseguir tener una carrera discográfica estable, si es que puede decirse que la tuvo. No empezó a grabar como líder de su propia banda hasta 1947, gracias a la mediación de Lorraine Gordon, una aficionada al jazz bien conocida en la escena neoyorquina. Estaba casada con uno de los fundadores de Blue Note Records y además de conseguir que Monk firmase su primer contrato doiscográfico, lo defendió ante los escépticos en una época en la que Monk no solo era desconocido para el gran público, sino que estaba perdiendo relevancia de cara al hipster neoyorquino (más deslumbrado ahora por Charlie Parker). Aunque Monk no publicó ningún álbum completo con Blue Note, realizó seis sesiones de grabación entre 1947 y 1952, que hoy pueden encontrarse en las dos partes del recopilatorio Genius of Modern Music. Ese disco contiene lo fundamental de la etapa Blue Note, sencillos como «Misterioso», «In Walked Bud», «Epistrophy», «Well You Needn’t», «Introspection», el rhythm & blues «Straight No Chaser», etc. Por entonces su banda participó también en un disco del vibrafonista Milt Jackson, Wizard of the Vibes, aunque se limitaron a ejercer como escuderos a sueldo (eso sí, en algunos cortes se percibe la proverbial facilidad de Monk para el acompañamiento creativo). Esto da buena idea sobre el estatus secundario que Monk todavía tenía en el negocio cuando algunos de los músicos con los que había parido la revolución y sobre los que había influido se convertían en iconos.
La gran perla de la época Blue Note es sin duda «Round Midnight», que con el tiempo terminaría convirtiéndose en el tema de jazz más versionado de todos los tiempos. Tiene una curiosa historia detrás: Monk la compuso a principio de los años cuarenta, cuando él tenía unos veinticuatro años (algunas fuentes dicen que la compuso con diecinueve, pero es difícil comprobarlo). En principio era una canción de amor titulada «I Need You So» que tenía letra y todo; así la incluyó en el registro de propiedad intelectual en 1943, aunque no llegó a grabarla ese año. En 1944, el pianista Bud Powell, que tocaba en la big band del trompetista Cootie Williams, le estuvo dando la tabarra a su jefe para que incluyese el tema de Monk en el repertorio. El trompetista aceptó y la grabó como instrumental antes que el propio Monk. La versión de Cootie Williams, no hace falta decirlo, palidece en comparación con la del propio Monk, que apareció publicada por fin en 1947 y que es una auténtica maravilla, lo mejor con diferencia que hizo para Blue Note. Con «Round Midnight», Monk estaba anticipándose en diez años a otros jazzmen.
En 1952, Monk dejó Blue Note, donde no había vendido mucho, para fichar por la compañía Prestige Records. Allí grabó su primer álbum de larga duración, Thelonius Monk Trio, donde apareció otro de sus clásicos inmortales, «Blue Monk». Luego vino el fantástico Thelonious Monk and Sonny Rollins, que contenía piezas como «Nutty» (¡esas melodías de piano!) o «Friday the 13th», donde su compenetración con Rollins era enorme. Monk estaba anticipando el futuro y Rollins tenía una habilidad especial para captar esos registros.
En esa misma época colaboró con Miles Davis en un par de discos, Bags’ Groove y Miles Davis and the Modern Jazz Giants (olviden el posterior directo Miles & Monk at Newport cuyo título es engañoso, ya que ambos músicos no coincidieron en el festival). Quizá el principal problema fue que la colaboración no partió de los propios músicos, sino que fue idea del productor Bob Weinstock. Y no funcionó. Miles admiraba a Monk (de hecho grabaría «Round Midnight»), pero no entendía el particular estilo de acompañamiento de Monk. Quien, de hecho, tuvo que resignarse no tocar mientras Miles grababa sus solos. Por su parte, Monk se mostraba dolido porque le pagaban menos dinero que al más famoso Miles. Fue especialmente tensa la sesión para Miles Davis and the Modern Jazz Giants celebrada en la víspera de la Navidad; se rumoreó incluso que ambos músicos habían llegado a las manos, aunque Monk lo desmintió: «A Miles no le hubiese convenido». Miles también trató de quitarle hierro al asunto y en el futuro siempre expresó admiración pública hacia Monk, pero la mala relación que había existido entre ellos era un secreto a voces. Habían sido incompatibles y, la verdad, por lo que sabemos de ambos no resulta extraño. Davis había aguantado las excentricidades de un tipo tan imprevisible como Charlie Parker y no estaba dispuesto de ceder su nueva posición de líder ante nadie, aunque Monk llevase más tiempo en el negocio y tuviese un prestigio igual o superior entre los músicos (otra cosa era la popularidad). Simplemente, no estaban hechos para tocar juntos.
En 1955, Monk cambió de compañía una vez más y firmó con Riverside Records. Estrenó la nueva etapa con un álbum de versiones de su idolatrado Duke Ellington. Disco que, para que se hagan una idea, abría con una versión del colosal «It Don’t Mean A Thing (If It Ain’t Got That Swing)», pero jugando con las armonías y la estructura… tremenda. La verdad es que Thelonious era un maestro haciendo versiones de temas ajenos —curiosamente, no le gustaba que otros tocasen sus temas— y el resto del disco tampoco tiene desperdicio (aunque echo a faltar una versión de «Take the A Train»; siempre me he preguntado cómo sonaría eso):
Siguió otro disco compuesto enteramente de versiones, The Unique Thelonius Monk, donde hacía uno de sus varios guiños a Fats Waller. Aunque lo mejor llegó poco después cuando, acompañado de una banda excepcional y de nuevo con la presencia de Sonny Rollins, grabó Brilliant Corners, su mejor álbum hasta entonces. Todo en ese disco es mágico, desde el tema título hasta cosas tan hipnóticas como «Pannonica», dedicada a su nueva admiradora, amiga y protectora, la baronesa Pannonica de Koenigswarter, descendiente de la acaudalada familia Rothschild, que se iba a convertir en una persona muy importante en su vida, su principal mecenas y protectora:
Brilliant Corners le valió la aclamación unánime de la crítica especializada y auguraba una racha excepcional. Para colmo, se produjo una colaboración de ensueño cuando en 1957, meses después de Brilliant Corners, entró en su grupo nada menos que John Coltrane. La química personal entre ambos fue muy buena. Coltrane, como sabemos, también trabajó con Miles Davis y relataría experiencias muy distintas. Mientras que Davis le «aterraba», con Monk se sentía muy cómodo: «Podíamos hablar de música durante horas y horas, mientras que Miles era demasiado impaciente y te decía: “Venga ya, tío, ¿por qué tienes que ponerte a hablar de eso?”». El carácter apacible de Monk encajaba con el carácter también tranquilo de Coltrane: ambos eran buenos conversadores y pensaban de manera profunda no solo sobre la música, sino sobre el contexto artístico y sobre la vida en general. En los ensayos, Coltrane podía exponer una duda y sabía que Monk le explicaría todo lo que hiciese falta, sin importar el tiempo que le llevase. Por su parte, a Monk le encantaba ver cómo su nuevo saxofonista se adaptaba a su estilo con aquella facilidad casi sobrehumana que Coltrane tenía para captar las vibraciones de su entorno.
La colaboración, por desgracia, no duró mucho. En el estudio realizaron unas sesiones que no verían la luz hasta cuatro años después. También se publicaría en disco un fascinante concierto que dieron juntos en el Carnegie Hall y que anunciaba grandes cosas: Coltrane estaba de lleno en su etapa bebop y Monk, bueno, era Monk en estado puro. Pero la simbiosis era muy prometedora. Se interpusieron los problemas contractuales: Coltrane pertenecía a la anterior discográfica de Monk, Prestige. Y Monk se negaba a grabar de nuevo para beneficio de Prestige, así que el mundo del jazz se quedó con las ganas de comprobar hasta dónde hubiesen llegado juntos.
De la etapa en Riverside procede otro de los legados más célebres de Monk: los famosos veinticinco consejos sobre cómo tocar en el escenario. No es una lista compuesta por Monk en plan reglamento, sino ideas tomadas al vuelo por el saxofonista Steve Lacy, que anotó en papel algunas de las cosas que Monk decía durante los ensayos. Aunque fuesen frases sueltas y breves, constituyen uno de los textos musicales más fascinantes del siglo XX por su sencillez y por la manera en que Monk, sin la palabrería poética a la que son aficionados tantos músicos (y más cuanto menos talentosos), iba directamente al grano. Entre los famosos veinticinco consejos» había cosas con los pies muy en la tierra como estas:
—Solo porque no seas el batería no significa que no debas mantener el tempo.
—Da golpes con el pie y canta la melodía en tu cabeza mientras toques.
—Deja de tocar toda esa mierda, esas notas extrañas, y toca la melodía.
—Ayuda a que el batería suene bien.
—No toques la parte del piano. Yo ya estoy tocando eso. No me escuches a mí; se supone que yo te acompaño a ti.
—No lo toques todo, o no toques todo el tiempo. Deja que algunas cosas pasen de largo. Alguna música es simplemente imaginada.
—Lo que no tocas puede ser más importante que lo que sí tocas.
—Lo que sea que pienses que no puede hacerse, vendrá alguien y lo hará. Un genio es quien más se parece a sí mismo.
Entre las notas de Lacy hay un par de frases muy ilustrativas sobre su manera de conducirse. Una describe su manera de liderar: a un batería que se negaba a hacer un solo durante el concierto, Monk le dijo: «¡Lo vas a hacer! Si no quieres tocar, cuenta un chiste o baila, pero en cualquier caso, ¡lo vas a hacer!». La otra frase deja entrever una actitud racial distinta a la que (por entonces) tenía Miles Davis: «Han intentado que odie a los blancos, pero siempre hay alguno que aparece y lo arruina».
La relación con la discográfica, como de costumbre en él, terminó agriándose. Monk no se acomodaba al negocio. Descontento con los porcentajes que recibía en concepto de derechos de autor, grabó su último disco en estudio para Riverside en 1959; titulado 5 by Monk by 5, era una obra relativamente menor y ponía de manifiesto su creciente desinterés. Tanto era así, que desde ese momento Riverside tuvo que recurrir a publicar grabaciones de conciertos europeos, dada la aparente negativa de Thelonious a la idea de proporcionarles material nuevo.
Como otros jazzmen estadounidenses, Monk se sentía más apreciado en el viejo continente que en su propio país. No ayudaba la situación social estadounidense, claro. En 1958, Monk viajaba como pasajero en el automóvil de su amiga Pannonica hacia un concierto en Baltimore, cuando la policía les hizo parar, probablemente por haber visto que un hombre negro viajaba junto a una mujer blanca (en ciertos estados, recordemos, la infame «ley Mann» todavía permitía que un negro pudiese ser encarcelado si cruzaba la frontera junto a una blanca). Los agentes registraron el coche y encontraron estupefacientes en el maletero, que pertenecían a Pannonica, pues Monk no abusaba de las drogas ilegales y solía limitarse a tomar las que le prescribían los psiquiatras. Dando por hecho que los narcóticos eran de Monk, los policías empezaron a hacerle preguntas. Cuando él rehusó contestar, empezaron a golpearle con una porra. Desde el punto de vista legal, la situación se resolvió pronto: un tribunal decretó que la detención del automóvil había sido ilegal y se declaró nulo el registro porque la violencia policial ejercida sobre Monk había invalidado el procedimiento. Cabe pensar que la elevada situación social de Pannonica pudo influir en el tribunal. En cualquier caso, es fácil de entender que Monk, como muchos otros músicos negros estadounidenses de su tiempo, tuviese las giras europeas como una merecida desconexión.
Seguía desconfiando de las discográficas tanto como de la policía. Finalizó su contrato con Riverside, pero le costó bastante aceptar la oferta de una de las más grandes compañías del país, Columbia Records, que le prometía una amplia promoción y mejores ingresos. Monk se había sentido ninguneado por la industria y no tenía nada claro firmar por una multinacional frente a la que tendría todavía menos poder de negociación, pero, después de muchas dudas y conversaciones, terminó firmando en 1962. Columbia hizo honor a sus promesas y el primer disco que Monk grabó para ellos, Monk’s Dream, consiguió mayores ventas que cualquiera de sus trabajos anteriores. De repente, con una multinacional detrás, la popularidad de Monk creció. Su prestigio entre los aficionados al jazz ya se había asentado (para entonces, casi todos los grandes habían hecho versiones de sus temas y reconocían su enorme influencia), pero empezaba a recibir una atención mucho mayor. La revista Time tenía previsto dedicarle la última portada de noviembre de 1963, coincidiendo con el lanzamiento de un nuevo disco, Criss-Cross. El asesinato del presidente Kennedy tumbó los planes, pero el salto de Monk a la fama era ya inevitable y la trastocada portada terminaría siendo suya en la primavera de 1964.
La etapa en Columbia había empezado, pues, de manera aún más prometedora que la de Riverside, pero de nuevo las esperanzas empezaron a truncarse pronto. Monk dejó de ser productivo. Los discos en estudio de aquel periodo contenían escaso material original y solamente Underground, de 1968, fue su último disco de estudio conformado casi en su totalidad por composiciones propias (como la que se dedicó a sí mismo). En 1968 también grabó Monk’s Blues, acompañado por una big band cuyos arreglos escribió Oliver Nelson; era un disco pomposo y mal concebido. Después de eso, Monk no volvió a registrar música en el estudio. Columbia, como antes Riverside, tuvo que recurrir a grabaciones de conciertos. Esta vez, no obstante, el motivo del alejamiento de Monk de los estudios era diferente: sus problemas mentales, nunca diagnosticados con claridad, estaban empeorando de manera evidente. Su propio hijo recuerda que en ocasiones no lo reconocía. Se dice que pudo padecer un trastorno bipolar porque, según contaban sus allegados, Monk sufría picos de excitación que duraban horas o días y después, de manera súbita, se aislaba y se tornaba taciturno y silencioso. Pero son eso, suposiciones. En realidad, nadie sabía qué hacer para ayudarlo. Las diferentes medicaciones no funcionaban bien y los médicos no se ponían de acuerdo. La familia de Monk rechazó con horror la posibilidad de someterlo a terapia de electroshock.
El estado mental de Thelonious Monk es algo con lo que resulta tentador especular, en especial porque su figura pública, como hemos visto en algunas imágenes de conciertos, siempre fue muy excéntrica. El público de Monk podía ver aquellos comportamientos extraños a los que los músicos ya estaban acostumbrados. En mi opinión, sus comportamientos sobre el escenario no tenían nada que ver con sus trastornos, fueran cuales fuesen esos trastornos. Ya hemos visto que sí, que a veces deambulaba sobre el escenario con expresión de estar completamente ido, pero también es obvio que regresaba al piano para tocar a un alto nivel, algo que no podría hacer una persona sumida en plena crisis mental sobre las tablas. Pero es obvio que a finales de los sesenta iba de mal en peor. Su última gira tuvo lugar en 1971 y estuvo marcada por una actitud evasiva que sorprendió incluso a sus propios músicos. Algunos de ellos lo habían acompañado durante diez o quince años, pero no cabían en sí de asombro viendo cómo los esquivaba entre bastidores y parecía incapaz de dirigirse a ellos ni para dar los buenos días. Finalizada la gira, Monk ya nunca volvería a los escenarios.
Nunca anunció una retirada de manera oficial; simplemente dejó de aparecer en público. Se desvaneció de la escena musical. En 1977, aparentemente incapaz de continuar una vida normal, fue acomodado por su amiga Pannonica en una tranquila casa de New Jersey. Allí, Monk vivió atendido por su esposa y también por la propia Pannonica, que estaba pendiente de su estado. Ambas se ocuparon de que Monk viviese lo más cómodo posible. Incluso le pusieron un piano en el salón, pero, en los seis años que Monk estuvo habitando aquella casa, no lo vieron tocar ni una sola vez. También era reticente a las visitas y rara vez aceptaba conversar con alguien venido de fuera. Thelonious Monk falleció en 1982, a la edad de sesenta y cuatro años, después de sufrir un derrame cerebral. Tras su muerte, la leyenda de Monk dentro del mundo del jazz no hizo sino crecer todavía más. Su legado era demasiado importante, aunque parte de él, sobre todo la influencia temprana que tuvo sobre el bebop y otras vanguardias, había que rastrearlo casi usando técnicas arqueológicas.
Les dejo con mi vídeo favorito de Thelonious; cuando empieza a tocar «Lulu’s Back in Town» con la mirada perdida en el infinito y expresión concentrada, como decidiendo en cada momento qué notas va a tocar, porque nunca hacía las cosas de la misma manera dos veces. Interpreta la melodía; después, cuando entra el saxo y Thelonious se «limita» al acompañamiento (su acompañamiento es algo demasiado descomunal como para llamarlo simple acompañamiento), cambia de registro y empieza a revestirlo todo con esas armonías que emergían de su privilegiado cerebro. Solo hubo un Thelonious Monk y el poder verlo en acción, aunque sea en una vieja filmación en blanco y negro, es como visitar otro planeta.