Javier Memba
Zenda, 23/03/2022
Otro veinticuatro de marzo, el de 1973, hace hoy cuarenta y nueve años, Syd Barrett no sabe muy bien dónde se encuentra, mientras Pink Floyd, la banda que él fundó y hasta dio nombre, se dispone a publicar en el Reino Unido The Dark Side of the Moon. Ojalá estuvieras aquí (1975) será el título del siguiente álbum de la formación y estará dedicado a Barrett, dirán los comentaristas musicales.
Por el momento, puede que Syd crea estar en la cara oculta de la Luna. En realidad, está en Cambridge, en casa de su madre, pero ha dejado de enterase de las cosas. Puede que haya alcanzado cierta quimera de los consumidores de drogas. El “fije definitivo”, lo llamó William S. Burroughs en la correspondencia mantenida con Allen Ginsberg, cuando, en 1953, Burroughs viajó a los más remotos rincones de Perú en busca de la ayahuasca, un alucinógeno que, se supone, agudiza la percepción de los colores, la imaginación y los poderes telepáticos.
Los jóvenes que escuchan a Pink Floyd, puestos a dar una nueva dimensión a sus canciones —a menudo suites con varios movimientos, recuérdese Atom Heart Mother (1970)—, juegan como si tal cosa con la alteración de los procesos de la conciencia, y a eso que dice Burroughs lo llaman sencillamente el “colocón definitivo”. Pero “el colocón”, por seguir con su lenguaje, acabará siendo un “cuelgue, una vida quemada en un instante de juventud rabiosa. Casi todos recordarán a un amigo —y no digamos si fue una novia— que como Syd Barrett se quedó imaginando colores imposibles, a ver si daba con alguno nuevo, y así, sin hacer otra cosa, hasta el fin de sus días.
A buen seguro que cuando Aldous Huxley, que tanto supo de esto en sus transportes con mescalina, escribió Las puertas de la percepción (1954) no pensó en que cuando Syd Barrett las traspasase nunca iba a saber cómo cerrarlas y encontrar el camino de regreso. Hay veces, sostiene el propio Huxley, que la percepción se dispara hasta hacerse sobrecogedora y las impresiones sobrepasan a quien las experimenta.
Ése debió de ser el caso de Syd Barrett. Cuantos asistieron a los desvaríos de sus últimos conciertos en el año 70 aseguran que los alucinógenos le hicieron perder la cabeza. De modo que tal día como hoy, de hace cuarenta y nueve años, no sabe que The Dark Side of the Moon, que en Estados Unidos lleva vendiéndose desde el día primero, va a ser el álbum con el que Pink Floyd dejará de ser una de las formaciones más representativas del rock psicodélico para convertirse en una de las más destacadas y populares del rock sinfónico. Todo un fenómeno de masas de los años 70. Rosemary, su hermana, quien cuando muera la madre de ambos será la que cuide a Syd hasta el final de sus días, sí que barrunta algo.
La etapa de Barrett —quien llamó así a la formación en honor a Pink Anderson y Floyd Council, dos bluesmen proscritos— para los primeros seguidores de Pink Floyd siempre será la preferida. No en vano discurre por varios de los grandes títulos del rock psicodélico: Arnold Layne, See Emily Play, Astronomy Domine, Interstellar Overdrive… Piezas todas ellas que, incluso estando sereno, sin haber traspasado las puertas de la percepción, emocionan igual en nuestro nefasto tiempo que hace cuarenta y nueve años.
El que hoy vive el gran Syd sin enterarse de nada es uno de los nuevos momentos estelares de la humanidad, porque sintetiza un hecho insólito y sin precedentes. Por primera vez en la historia, una generación, mayoritariamente, concibe las drogas, algo que tiene tan poco que ver con la libertad más inmediata, la de poder levantarse y hacer las cosas que ocupen la cotidianidad de cada uno, como sustancias liberadoras. Incluso las víctimas venideras de la toxicomanía se darán a ella por su embriaguez, por la autodestrucción que procura o por ambas cosas, pero no por liberación alguna. Ése fue el caso de Amy Winehouse, por citar, de los últimos ejemplos, uno de los más conocidos.
“He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura”, escribe Allen Ginsberg en los versos más conocidos de Aullido (1956). “Negros al amanecer buscando una dosis furiosa”. Cuántos de los de entonces, de los días de Pink Floyd, del cuelgue de Syd Barrett y de la concepción de las drogas como sustancias liberadoras no habrán recordado el poema de Ginsberg al cabo de los años, tras descubrir, finalmente, que la embriaguez es mentira, que lo único cierto son las pesadumbres de las cosas.
En el 75, mientras Pink Floyd grababa su nuevo álbum, Syd se presentó en los estudios de Abbey Road donde se estaba llevando a cabo. Apenas fue capaz de pronunciar palabra alguna. Tenía la cabeza rapada hasta las cejas y aquellos aún eran los días del pelo largo —hoy los recuerdos del pelo largo (Burning)—. La impresión que causó a sus antiguos compañeros, que nunca le olvidaron, fue tan tremenda que nació el Wish You Were Here.
A instancias de varios de los grandes de la escena del rock británico —Pete Townshend, Kevin Ayers, David Bowie…— pudo volver al estudio. No grabó más que acordes desafinados y otros desvaríos. En el 82 intentó dejar la casa de su madre y volver a instalarse en Londres. Fue superior a sus fuerzas. Regresó andando a Cambridge, unos ochenta kilómetros.
Desde que perdió la cabeza en el 70 hasta que se lo llevó la Parca en 2006 a consecuencia de un cáncer, Syd Barret se dedicó a la pintura en un intento de plasmar sus alucinaciones. Triste suerte para uno de los grandes del rock psicodélico. ¡Larga vida al rock en todas sus manifestaciones! Así se escribe la historia.