viernes, 5 de diciembre de 2014

DJANGO REINHARDT, EL PRÍNCIPE GITANO

Carlos Zúmer
Jot Down, septiembre 2012


Vino al mundo con seis cuerdas bajo el brazo. Creció al revoltijo del negocio nómada de su familia, en una caravana de artistas y vendedores itinerantes de poca monta y escasa fortuna. Arrebujado con una manada muy numerosa Django y compañía se instalaron a las afueras de París de manera más o menos permanente. Allí se echó a rasguear con el convencimiento del oficio y el duende de un encantador de serpientes. Arrancaba notas febriles y agitaba sin piedad caderas, cuellos, pies reacios a bailar. Django fue la música popular en Europa cuando allí solo había cuadros descompuestos y películas tenebristas. Desató un furor inédito en la época. El swing europeo lo alumbró un gitano como los negros del algodón parieron la semilla del jazz en Estados Unidos.

“Like us you have no king no set of rules but you have a mistress: Music”
Sandra Jayat, poetisa manouche

Django Reinhardt (1910, Liberchies, Bélgica) aprendió a tocar dos veces. La primera vez tenía apenas doce años y ya manoseaba las cuerdas como si las hubiera tentado en el útero. Le dieron un banjo como un regalo oportuno. La segunda vez Django tuvo que reaprender por mera supervivencia. Con dieciocho años un incendio en la caravana donde dormía le produjo quemaduras severas en varias zonas de su cuerpo. En concreto, se temió por su pierna derecha y por su mano izquierda. Salvó la pierna y salvó la mano, pero fue el accidente lo que lo pasó del banjo a la guitarra. Su hermano le llevó una al hospital donde pasó ingresado más de un año y Django se hizo a ella con intuición y sin pérdida de tiempo. Cambió su técnica ante la atrofia inevitable de los dedos anular y meñique. Al punto el gitano desafió los augurios médicos y se rehízo volviendo a caminar sin dificultad y echándose a bailar otra vez sobre los trastes de su nuevo instrumento. En adelante se concentraría formalmente en la guitarra y la haría su razón de trabajo. El fuego lo cambió de ingenio. Tesis, antítesis, síntesis.

En 1930 Django Reinhardt era un prometedor guitarrista de veinte años. Dos cosas se cruzaron en su camino: el jazz norteamericano y Stéphane Grappelli. Respecto a lo primero, la música de América se filtró despacio hasta Europa. Django se movía generosamente por los ambientes musicales de la zona y no tardó en toparse con ella y capturarla en sus oídos. La influencia pionera de ultramar se dejó sentir con fuerza en los círculos musicales de París. Louis Armstrong y las Big Band traían un nuevo sonido de inusual vuelo rítmico a una Europa con escasa germinación jazzística. Por su parte, el huérfano y precoz violinista Grappelli uniría caminos con Django Reinhardt a poco de conocerlo. En alguna de sus dos cabezas, o un poco en ambas, germinó la inusual idea de unir sus instrumentos para formar un grupo únicamente de cuerda. Aunque atípico, con el tiempo se demostraría un buen invento.

En 1934 Django y Grappelli formarían el exitoso Quintette du Hot Club de France. Era una banda singular de relaciones variopintas. A las guitarras rítmicas estaba Joseph Reinhardt, el propio hermano de Django, con el que siempre le unió una relación irregular y al que siempre mantuvo en la sombra; y Roger Chaput, el único músico del grupo que no era gitano. Por su parte, el bajista Louis Vola, más equilibrado que sus colegas, se instauró pronto como el mediador oficial entre Django y Grappelli, guitarra solista y violín, hombres más destacados del quinteto y que tuvieron siempre sus más y sus menos dentro y fuera de los escenarios, aunque no quisieran otro socio que no fuera el otro. En alguna ocasión había alguna baja o sustitución, uno de ellos era reemplazado o se incorporaba un vocalista, como fue el caso del polifacético compositor Freddy Taylor. En cualquier caso, era una formación peculiar al disponer solamente de cuerda y prescindir del piano, la percusión y el viento. Quizá fue esta rareza la que lo hizo más especial y más interesante para el público. Sea como sea la popularidad del Quintette prendió como la pólvora por toda Francia y e incluso por el resto de Europa, siendo el trampolín de un Reinhardt que lo capitaneaba con henchida y despreocupada soltura. Hasta 1939 Django, Grappelli, Joseph, Chaput y Vola ganaron mucho dinero y se hicieron realmente conocidos. Pero llegó la guerra.

La Segunda Guerra Mundial dio portazo al grupo. Grappelli optó por quedarse en Londres y Reinhardt volvió a París. Cuando la blitzkrieg puso a Europa de rodillas y también cayera Francia en mayo de 1940, Django no quiso marcharse del país. Fue una temeridad o una apuesta arriesgada. La persecución de los nazis contra los gitanos no se hizo esperar y varios compañeros y familiares de Reinhardt fueron perseguidos. Sin embargo, Django siguió tocando con regularidad y su estrella continuó brillando con ganas. Su fama le brindó cierta protección con los alemanes, fanáticos pero siempre románticos y dispuestos a oír música todas las noches. Tocó con músicos variopintos, grupos improvisados con retazos de acá y de allá, incluso introdujo un clarinete en sus formaciones. Cuenta la leyenda que un general nazi, Dietrich Schulz-Köhn, acogió a Reinhardt como su protegido y libró al músico cíngaro de las penalidades que habían caído sobre sus iguales. Siempre según la leyenda, el consabido general era apodado Doktor Jazz por su indisimulada melomanía. En tiempos de guerra, Schulz-Köhn estaba más interesado que nunca en seguir disfrutando del swing de las figuras locales, y en efecto consiguió que la estrella del momento continuara su actividad. Paradójicamente, para completar el enredo, la música de Django y otros músicos de su entorno se destacó pronto como uno de los estandartes de la resistencia francesa. Aunque ante la incertidumbre Reinhardt intentaría salir del país varias veces, la frágil pero privilegiada posición del guitarrista manouche le brindó el necesario paraguas durante una guerra que se prolongó, afortunadamente, menos de lo que los más pesimistas pudieron pensar.

Finalizado el conflicto, Django Reinhardt planeó recomponer lo más pronto posible su quinteto de cabecera, al menos juntarse otra vez con su socio Grappelli, pero algo más suculento surgió. Viajó en otoño de 1946 a Estados Unidos invitado por músicos admiradores. Maravillado en la Roma del swing y del jazz, conoció a algunos de sus ídolos e incluso pudo tocar con ellos. Es en este viaje donde la leyenda de Django Reinhardt se hincha hasta confundirse. Las versiones se bifurcan al ponderar la magnitud de su influencia, pues algunos afirman que Django era mera comparsa para las bandas locales con las que tocó (entre otros, junto a gente como Duke Ellington o Coleman Hawkins) y otros son vehementes en realzar la figura de Django como un músico endiosado en Estados Unidos. Desde luego, la personalidad fanfarrona del guitarrista gitano se presta de lleno a avivar la especulación y la leyenda. Sea como fuere, su periplo por Norteamérica fue intenso y le permitió cumplir varios sueños, pero en febrero de 1947 retornó a Europa. Y no volvería de vacío. Se agitaban entre sus dedos los primeros coletazos del bebop, la corriente del jazz que verdaderamente revolucionaría el género. Django Reinhardt puso pie en París completamente obsesionado con Charlie Parker y Dizzy Gillespie.


De vuelta en Francia, sin embargo, Reinhardt se fue volviendo cada vez más huidizo y caprichoso, incluso reacio al escenario. Falta a sus compromisos. No se presenta en los sitios. Se recluye junto a su familia y amigos, la mayoría gitanos, cuantos más de los suyos mejor. Comparece con desgana y menosprecia a un público que lo adora incluso en sus desplantes y salidas de tono. En la última etapa de su carrera, Django alimenta a manos llenas su reputación de artista atribulado y antojadizo. Con todo, en 1949 grabaría su último y definitivo álbum, Djangology, un doble disco recopilatorio, la necesaria piedra capital de su dispersa, precaria y mal documentada discografía. Lo grabaría en Italia, durante una pequeña gira por tierras transalpinas junto a una formación de cuerda local y su habitual colega Grappelli. Después de eso, más deconstrucción y más huida, y el retiro. Con 40 años cumplidos Django Reinhardt se marcha a vivir a una pequeña localidad del departamento francés del Sena y Marne: Samois-Sur-Seine. Allí, cerca de Fontainebleau y no tan lejos de París, Django se ensimisma pescando, pintando cuadros de aficionado y jugando partidas de billar. Sigue buceando en el bebop y realiza incursiones en la guitarra eléctrica, instrumento sobre el cual se mostró escéptico durante años. Aún va a la capital a realizar algunos conciertos y hacer algunas grabaciones, pero su desconexión pública con la música es imparable. Poco le importa ya todo, si es que alguna vez le importó demasiado algo que no fuera sí mismo. Al punto, muere a los 43 años cuando regresa a su casa de un recital. Le sorprende una hemorragia cerebral y lo declaran muerto después de un día completo esperando al médico, pintorescamente retrasado.

Django que estás en los cielos

En la filmografía de Woody Allen hay varios y buenos homenajes al genio gitano de la guitarra. Allen utilizaría su música con devoción e incluso lo mencionaría en varias de sus líneas de diálogo. El homenaje más expreso, acaso el mejor de todos, fue sin duda el dedicado en Acordes y desacuerdos (1999), una de esas películas chispeantes que Allen nos fue disparando en los años 90. En ella un extravagante guitarrista llamado Emmet Ray (Sean Penn) es un fanfarrón con duende y sin estrella que dice ser el segundo mejor guitarrista del mundo. ¿El primero? Claro: Django Reinhardt, dios absoluto para Ray, en presencia del cual, supuestamente, las dos veces que lo ha tenido cerca Emmet siempre se ha desmayado. En el estrafalario guitarrista del director neoyorkino estaba sin duda una versión y un trasunto jugoso de Reinhardt, el cual, por cierto, hará una fantástica y ficticia aparición en la propia película, totalmente imperdible.



Como para Woody Allen, para toda la familia del jazz Django es un mito fundacional inolvidable. En primer lugar por ser uno de los grandes precursores de la música swing en Europa, y en segundo lugar por sentar con fuerza el canon popular del músico disoluto. Algo parecido a lo que fueron Monet o Toulouse-Lautrec a sus artes plásticas lo fue Django con la música y la guitarra, campo en el cual los rufianes de buhardilla no estaban muy extendidos. Completa la mezcla la adición de su etnia gitana, de escaso pedigrí artístico hasta la llegada del flamenco sobre todo. Nos encontramos, pues, con un personaje total, relevante y atractivo a la vez. Para más señas, Django era un ególatra burlón, completamente autodidacta, analfabeto, sin capacidad alguna para leer una partitura o para hablar de música en sentido formal o académico. Tocó en locales y grabó sus primeras canciones desde que tuvo 13 años. Sentó el perfil del guitarrista como músico solista, como líder de un grupo o estrella en solitario, cuestión inédita hasta entonces. Y por supuesto, lo hizo de la mano del oído y la improvisación. Django era, sobra decirlo, un improvisador superdotado, nato creador del instante, un diablo a las cuerdas que casi manco de una mano supo destilar una verborrea rítmica maravillosa. Para buscarle solo hay que localizar su peculiar guitarra, la famosa Selmer Maccaferri, de abertura ancha, en forma de boca, caja de resonancia amplificada para desempeñar el protagonismo de la guitarra solista y su particular mástil accesible hasta los últimos trastes. En caso de duda, la descripción física también será reveladora. Ligero, cíngaro en sus rasgos, con el pelo bien peinado hacia atrás, la tez pálida y un bigotillo parecido pero algo menos infame que el de Salvador Dalí. A veces también llevaba un pañuelo atado en el cuello. De querer hallarle de verdad se le encontrará fumando, con un pitillo entre los labios y su gesto de siempre, con ese aire indescifrable y absorto del artista de raza que no se sabe si rabia o si se come el mundo.