Los canadienses Timber Timbre son el más palpable ejemplo de cómo se puede ser innovador musicalmente aunque tu punto de partida sean las raíces y el folk. Liderados por Kirk Taylor, natural de Toronto, Timber Timbre llamaron la atención del público (al menos así fue en mi caso) cuando alguno de sus temas formaron parte de la banda sonora de excelentes series de TV como Breaking Bad. En dicha serie se pudo oír la misteriosa y obsesiva "Magic Arrow" en uno de los más memorables capítulos, el titulado "Caballo sin nombre" (como la célebre canción de America, que también suena en el episodio). Y fue "Magic Arrow" la canción que me llevó a conocer este espléndido álbum autotitulado de 2009.
Llama mucho la atención desde el primer momento la desnudez de la música de Timber Timbre. De lo aparentemente sencillo nace un sonido lleno de matices y de misterio. El primer tema del disco, "Demon Host", está hecho básicamente con una guitarra acústica que a ratos se desvanece y una enigmáticavoz cargada de eco. Solo al final un teclado y unos coros disimulan la desnudez de la canción. Algo más anclada en el blues está el segundo tema, "Lay Down In the Tall Grass", pero en un blues muy sui generi, cercano al que practicaba un freak como Screamin' Jay Hawkins (de hecho algunos pasajes recuerda a su "I Put A Spell On You"... y no solo en la música, también en la obsesiva letra). Por otra parte, tiene también cierto regusto a banda sonora de cine negro. Más oscura aún es "Until The Night Is Over", que suena a algo así como la familia Munster tocando gospel.
El cuarto corte es el imponente "Magic Arrow", que aparece en el mencionado capítulo de Breaking Bad. El tema está recorrido por un maníaco riff western que remite al cow punk de The Gun Club y que descansa sobre una discreta base electrónica que puede recordar al oscuro rockabilly cibernético del primer disco de Suicide o de ese espléndido Collision Drive que se sacó del sombrero el recientemente desaparecido Alan Vega. No hay que perder de vista la sutil letra de Kirk Taylor, llena de alucinantes asociaciones e insinuaciones. En definitiva, un tema redondo.
Mucho más luminoso es "We'll Find Out", un corte con claras referencias al soul y sobre todo al gospel (ahí está ese angelical coro femenino al tiempo que Taylor suelta una particular prédica y ese órgano de iglesia). Pero en "I Get Low" la banda se vuelve a sumergir en la oscuridad y a hacer guiños a oscuros bluesmen de los 50 con el citado Screamin' Jay Hawkins a la cabeza. El trémolo del teclado ayuda mucho al oyente a ponerse en situación, y la letra, una retahíla maníaca, es de sobresaliente. Y con el siguiente tema, "Trouble Comes Knocking", la banda carga más las tintas en el blues básico y tenebroso y factura un tema de los que hielan la sangre. La letra ya alcanza tintes apocalípticos y el teclado brilla con luz propia cuando recuerda al maravilloso solo de Alan Price de the Animals en "The House of the Rising Sun", tema del que por cierto Kirk Taylor usa el primer verso a modo de sample en el tercer corte de este disco.
El disco, que es de esos que contienen pocas canciones pero muy intensas, se despide con un tema algo más calmado, "No Bold Villain",que remite al blues más folky y en el que destaca el violín de Mika Posen, y deja al oyente con la sensación de haber abierto el frasco que contenía la esencia del alma musical de Norteamérica.
En una de las escenas de 'Paterson' de Jim Jarmusch, el protagonista y el amo del bar al que acude regularmente comentan la oportunidad de colgar en el Hall of Fame del pub, conformado por efemérides culturales de la ciudad, un recuerdo de la ocasión en que Iggy Pop actuó allí. Es la manera que tiene el cineasta de citar a uno de sus referentes culturales y a la vez amigo, que ya aparecía en otras películas suyas como 'Dead Man' y 'Coffee and Cigarettes'. Pero el tándem Jarmusch-Iggy en Cannes no se limita a este pequeño homenaje. El director también ha presentado, esta vez fuera de concurso, el documental tributo a los Stooges 'Gimme Danger'.
Al contrario de lo que sucedía en 'Year of the Horse', la película que Jarmusch dedicó a Neil Young, en este caso el director apenas se muestra en escena. Jarmusch aparece solo en la introducción donde evidencia que estamos a punto de ver la entrevista que lleva a cabo con Iggy Pop. A partir de aquí, la mano del director de 'Down by Love' se nota poco. 'Gimme Danger' no es tanto un film personal sobre la relación entre Jarmusch y Iggy como un rockumentary más convencional de lo deseado en torno a la banda que abrió las puertas al punk. Por estricto orden cronológico, el líder de The Stooges y los miembros supervivientes de la banda resiguen la trayectoria de la misma.
Drogas e industria musical
El gran mérito de Jarmusch estriba en ofrecer un documental que huye de la tentación idealizadora. La naturalidad con que Iggy Pop habla con su colega director permiten que afronte temas como la forma en que las drogas perjudicaron el grupo, los males de la industria musical, los desencuentros entre los integrantes de la banda, su forma de entender el comunismo, la relación con David Bowie, la arquitectura de las canciones del 'Raw Power' y cómo la poderosa guitarra de James Williamson llegó a tapar el bajo del antiguo guitarra Ron Asheton mientras Iggy se veía obligado a cantar una octava por encima de lo habitual, lo jodido que resulta tocar en directo cuando el público se ha acostumbrado a lanzarte botellas en los conciertos o lo difícil de renunciar a la banda y volver a casa.
Como ya llevaba a cabo de forma magistral Julien Temple en 'La mugre y la furia', Jarmusch recurre a imágenes de archivo de películas, series de televisión, documentales y, cómo no, sketches de The Three Stooges que no tienen nada que ver con la banda como comentario irónico o contrapunto de aquello que se está narrando para mostrar cómo la carrera de los Stooges se desarrollaba a la contra de todo el imaginario oficial de la época en Estados Unidos difundido por el cine y la televisión. En algunas escenas, una animación original permite reconstruir algunas de las anécdotas relatadas por el cantante, como aquella en que explica cómo secaba la marihuana en la lavandería del lado de la caravana donde vivía con sus padres.
La película también está trufada de comentarios que protagonizan desde Andy Warhol a Nico (“junto a John Cale parecían Morticia y Gómez de La familia Addams”). La trayectoria de los Stooges se apoya en todo tipo datos, de manera que la película resulta por momentos excesivamente wikipedista. Tampoco se detiene demasiado en las canciones, hasta el magnífico montaje final en el que podemos escuchar por primera vez 'I Wanna Be Your Dog' entera, la canción con probablemente el mejor riff de la historia de la música.
Es uno de los músicos más eclécticos, inquietos y atrevidos que ha tenido este país. Gualberto García Pérez (Sevilla, 1945), al frente de los hoy míticos Smash, grupo que él fundó, se convirtió en un referente absoluto de la música de vanguardia en España. No solo fue el primero en incorporar el flamenco al rock sino que probablemente sea el único tocaor de sitar que exista en el mundo.
Entre finales de los sesenta y principios de los setenta, Gualberto participó en todas las revoluciones habidas y por haber. En 1969 estuvo en primera fila viendo tocar a su admirado Jimi Hendrix en el festival de Woodstock y en Nueva York se codeó con músicos de la talla de Frank Zappa. A su vuelta a España colaboró en grabaciones punteras, desde Vainica Doble a Camarón de la Isla. Hoy día, todos esos discos se cotizan al alza en el mercado del vinilo de colección y son considerados referentes de vanguardia.
Conversador afable y cercano, Gualberto nos recibió en su estudio casero, donde fuimos testigos de una privilegiada clase magistral con extraños instrumentos hindúes y diversos guitarreos eléctricos. Tras dicha inolvidable sesión surgió esta entrevista, en la que repasamos toda una carrera musical llena de anécdotas imborrables.
¿En qué momento entras en contacto con la música?
Crecí en Triana, en un corral de vecinos, en la calle Pagés del Corro, número 1. El «Corral del Cura», se llamaba. Cuando yo era pequeño, la vida allí era muy feliz. Éramos muchos niños, había muchas fiestas. Era un sitio pobre, pero en el que se compartían las cosas. Cuando había una boda, la fiesta podía durar al menos una semana. En medio del patio a veces ponían lechugas con un poquito de sal, a veces vinagre, a veces unas sardinas… Entonces, comiendo, picando, empezaba la fiesta. Primero con unos chistes, con tonterías. Los jóvenes estaban sentados en unas sillas y de repente alguien se pegaba un toque y así empezaba la cosa. Mi madre, por ejemplo, cantaba tela y se ponía con tanguillos de Cádiz. También sabía cantar por seguiriyas. Eso sí, las mujeres tenían su momento. Cantaban y bailaban hasta las ocho de la tarde, la hora en la que estaba todo el mundo allí. Pero de madrugada, se retiraban y se quedaban solo los hombres. Ahí empezaba el cante jondo. Todo esto lo he visto yo desde chico.
Se empezaba con sevillanas, con la rumbita, y cada persona tenía su puntito. Decían: «Esa hace bien los tangos, esa baila bien por tal o cual, esta es más graciosa que la mar». Eso pasaba en las fiestas grandes, bodas o así, cuando se quedaba más gente. En la vida diaria, los fines de semana, había siempre cinco o seis a los que les gustaba el flamenco y se plantaban allí en el corral con una botella de vino. Daba la casualidad de que se ponían muy pegados a mi casa, y cantaban soleás, fandangos, seguiriyas… ese tipo de cosas. Era curioso porque se ponían a cantar muchas veces uno con el brazo por encima del otro, poniendo el oído. Yo tendría siete u ocho años, pero me quedaba mirándolos, fijándome en la cara del que escuchaba. Y de esta manera empecé a darme cuenta de cuándo iba bien o mal el cante, por la cara que ponía el que escuchaba. Así fui aprendiendo. Sin darme cuenta.
Era como una academia, porque muchas veces cantaban lo mismo y uno le decía al otro: «Compadre, no la has cantado bien. El día que se casó fulanita la cantaste mejor, ahí se te ha ido». Y la cantaban otra vez, machacaban mucho. Por aquel entonces a mí me gustaban muchos las soleás y las bulerías. Los fandangos me aburrían, porque era una cosa muy sentimental, se ponían muy emocionados, y, claro, para un niño…
Luego, no había guitarra nunca. La primera guitarra que yo vi fue cuando se casó una del corral que tenía un puesto de verduras. Se casó y vino una guitarra, pero con las cuerdas rotas, metida en una cesta de la ropa. Nunca vi a nadie tocarla, pero me llamaba mucho la atención, y eso sin tener ni idea de que iba a ser músico. En general, yo de niño observaba todo mucho. No interactuaba ni bailaba, y mi madre muchas veces decía: «El niño este, ¿a quién ha salido?». Porque yo era más bien pensativo. Y entonces me gritaba: «Venga, ¡p’adentro ya!». Y uno de allí le dijo una vez a mi madre: «Pastora, deje usted al niño este, que es muy observador, y el día de mañana se va a acordar de todo esto y a lo mejor se le va a quedar pegado.» Y tenía razón.
Aunque pudiste ser futbolista.
El fútbol era entonces la otra parte importante de mi vida. A mí me preguntaban cuál era el norte de Triana y yo decía: «El campo de fútbol». Había un campito cerca al que llamábamos «el campo del polvo». Y allí nos juntábamos todos los niños a jugar. Esas son las tardes de gloria más grandes que yo he vivido nunca. De hecho, cada vez que voy a Triana me dicen: «Tú te has equivocado, tú tendrías que haber sido futbolista». De hecho, jugué en el Betis, también en la selección andaluza de fútbol, hasta que escuché a los Beatles [risas].
Estabas en los salesianos cuando el Betis fichó a todo el equipo.
Sí, por eso entré yo. En mi colegio entrenaba el Triana Balompié, que era entonces el filial del Betis. Formé parte del equipo más famoso de la historia del colegio, junto a Quino, Demetrio, Gerardo… Todos fueron luego futbolistas profesionales, la mayoría llegaron a ser internacionales, menos otro y yo, porque con catorce o quince años lo dejé. No obstante, el fútbol fue fundamental en mi infancia. En aquella época, si te presentaban a alguien por la calle, a un chaval nuevo, la pregunta era: «¿Es bueno o no?». Solo importaba si sabía jugar al fútbol. Había tal rivalidad entre las pandillas que nos jugábamos la vida en el campillo ese. Hacíamos dos postes con nuestra ropa, porque jugábamos en calzoncillos, dibujábamos un banderín y el que ganaba se llevaba ese trofeo. Jugábamos contra los gitanos de la vega, por ejemplo, y ahí había… tela. Cuando eres pequeño, ganar o perder se convierte en lo más importante del mundo.
Pero en el colegio fue también donde empezó mi contacto con la música en serio. Me quedaba embobado escuchando a un cura, Don Pedro, tocando en el órgano los Preludios de Bach. Don Pedro hizo un coro a cuatro voces, y todavía os puedo cantar las cuatro voces. Las recuerdo perfectamente. Yo era el solista, porque tenía muy buen oído. No es que tuviera una voz excepcional, ni mucho menos, los había con mejor voz, pero no tenían oído. Don Pedro se enfadaba mucho, porque los otros se salían del tono, pero yo cogía siempre el exacto y cantaba lo que fuera. Me aprendía de hecho las cuatro voces. El otro día, curiosamente, al término de un concierto, vino a verme uno de los chavales que estuvo conmigo en aquel coro y me dijo: «¿Te acuerdas de la canción a cuatro voces?». Y la volvimos a cantar perfectamente.
En una familia como la tuya, trianera, de raíces flamencas, ¿cómo sentó que de repente te dejaras los pelos largos y te diera por el rock and roll?
Pues lo que os decía antes, que preguntaban: «¿A quién ha salido este niño?» [risas]. Lo cierto es que yo siempre he sabido tocar flamenco. Tocaba la guitarra en una comunión, en una boda; cantaba por mi madre, o por quien fuera, y por eso el flamenco para mí es algo familiar. Pero también me gustaba escuchar a Elvis Presley, a los Rolling Stones, a los Beatles, a los Yardbirds, y como tenía buen oído, sacaba las canciones, me dio por montar un grupo y con dieciséis años me recorrí medio mundo.
Al principio fui batería, porque no sabía tocar bien la guitarra. Pero fue muy poco tiempo. Luego llegó Silvio [Silvio Fernández Melgarejo] que sí sabía tocar la batería, y así me convertí yo en el cantante. Tuvimos muchos grupos, pero éramos siempre más o menos la misma gente. Con Los Sorrento hicimos una primera mezcla de Beatles y Rolling Stones, y después montamos Los Murciélagos, que eran muy parecidos, solo que quizás trabajábamos un poquito más las voces. Ahí ya nos gustaban mucho los Hollies y cantábamos a cuatro voces. Silvio hacía la voz grave y yo casi siempre hacía la aguda, aunque a veces nos cambiábamos. «This Boy» e «If I Needed Someone», de los Beatles, las clavábamos. Alfonso Eduardo Pérez Orozco, que luego fue mánager de Smash, nos quiso grabar un disco. Decía que éramos los Rolling Stones españoles, que tocábamos igual. Realmente, tocar como ellos no era muy difícil, era más bien fácil [risas]. Lo que ya significó un cambio fue la aparición de Cream. Y Jimi Hendrix ni te cuento, eso sí que fue un salto.
Tocar las canciones de los Beatles o los Rolling Stones será fácil, pero lo difícil era componerlas.
Hombre, hay canciones de los Beatles y de los Rolling Stones que son verdaderas obras maestras. Aquí, en petit comité, os digo que a mí me gustan más los Beatles que los Rolling Stones, pero cuando tocábamos en directo siempre me gustaba más hacer versiones de los Rolling Stones. Los solos que yo hacía en sus canciones me los inventaba, porque ellos hacían cuatro notas, aquello duraba tres minutos y nosotros nos pegábamos veinte con un tema. En ese aspecto, Los Murciélagos fuimos un poco innovadores. Tocando «Jumpin’ Jack Flash», por ejemplo, nos podíamos pegar con un solo la tira de tiempo, yo tocando lo que me daba la gana, Silvio haciendo también un solo de batería eterno, y volvíamos a enlazar con el riff «pam, paaaam, pam-pam-pam, pam-pam-pam» [canta]…
Me acuerdo que Silvio, en uno de estos solos, hizo una vez una cosa, en el Santo Ángel, que ya luego lo repitió siempre. Esto solo lo sabemos los que pudimos verlo en directo en aquella época. Tocábamos una canción en la que hacíamos un solo muy largo de guitarra, no recuerdo cuál era. Y en mitad del solo parábamos y hacíamos como un rockabilly. En ese medio, Silvio, que para eso era único, empezaba a tocar en los herrajes del chaston. Iba subiendo con las baquetas por las varitas, y cuando ya llegaba al final con una mano, lo hacía con la otra. Se tiraba para atrás, parecía que se iba a caer, y daba con el ritmo, daba en el sitio exacto y bajaba otra vez por los herrajes. Entonces cogía el tío, daba un salto, siempre sin perder ritmo, y se bajaba de la tarima, adonde estaba la gente. El público tendría catorce o quince años, y nosotros, quince o dieciséis… Era una estrella. Desde que se lo vimos quedamos en que lo repitiera siempre en todas las actuaciones, aunque de mayor dejó de hacerlo, claro.
¿Cómo accedíais a los discos de los Hollies, los Yardbirds, Cream…? Nos llama la atención que esas canciones formaran parte de vuestro repertorio en aquella época, teniendo en cuenta cómo estaba España entonces.
Mi novia era americana. Las novias que teníamos todos en esa época eran americanas. Y eran ellas las que tenían tanto los discos como los tocadiscos para escucharlos. No digo que por eso me echara una novia americana, ¿eh? [risas], pero era así. El padre de mi novia era militar y su familia vivía en la base de Morón de la Frontera. Y por eso conocíamos discos que aquí en España no se habían publicado, como los de Country Joe & The Fish, por ejemplo.
Qué curioso que las bases militares estadounidenses de Rota y Morón de la Frontera sirvieran para fecundar musicalmente el sur de España, que pusieran un injerto como el rock de vanguardia en aquel momento.
Sí. No solamente en Sevilla, claro. Pero es cierto que los músicos de aquí teníamos mucho contacto con la gente que venía de las bases, que solían ser soldados jóvenes y traían sus discos. Luego pasaban cosas como esta: una de las primeras letras que me enseñaron los americanos a cantar de memoria fue la de «Here Comes The Sun». Entonces yo la cantaba como un loro, y luego, claro, tras los conciertos, venían las chicas americanas a hablar conmigo en inglés, y yo me quedaba… ¡Si yo no sabía lo que estaba diciendo! [risas]
También había emisoras de radio, que de algún modo se nutrían de las bases. En Radio Vida, por ejemplo, estaba Alfonso Eduardo y él ponía muchas de estas canciones, de Cream y este tipo, que es lo que nos gustaba entonces. Nosotros hacíamos o voces o guitarreo fuerte, fuimos de los pocos que no entraron nunca en el rollo de la música soul, que era muy popular en Sevilla entonces. En aquella época nos salieron muchas oportunidades para grabar discos, pero como éramos muy jovencitos no le echábamos cuenta a esas ofertas. Hasta que ya salimos de Sevilla Mane [Manuel Seguro Ayestarán], Juanma [Juan Manuel Tenorio], Silvio y yo e hicimos una gira por medio mundo.
La primera parada fue Torremolinos.
Ahí fuimos primero Silvio y yo haciendo autoestop. Nos aburríamos en Sevilla. Hacía un calor enorme y no pasaba nada. Lo puedes ver en una foto que hay en la que estamos Silvio y yo sentados en una acera tocando, se nota en las caras, estamos soberanamente aburridos. Un día me dijo: «Vámonos de aquí, tío, vamos a hacer autoestop que me va a dar una crisis nerviosa». Y yo contesté: «¿Eso qué es, tío?» [risas]. Así llegamos a Torremolinos.
Pero cuando tienes hambre la euforia se te pasa volando. Llegamos allí, era de noche, no sabíamos dónde dormir. Había como una especie de túnel pasadizo, creo que se llamaba el pasaje Pizarro. Vimos a unos suecos tocando en un garito y preguntamos allí si nos pagarían algo por tocar, que éramos músicos. Y el tío nos dijo: «En el descanso tocáis». Y allí que nos pusimos, yo con la guitarra eléctrica y Silvio a la batería, y no me acuerdo de lo que tocamos, pero fueron un montón de canciones. El caso es que les gustamos y nos preguntaron cuántos éramos en realidad. Les dijimos que a veces éramos cuatro, otras cinco, y el tío nos contrató todo el verano, a cambio, eso sí, de que fuéramos todos allí. Entonces nos dio dinero, cogimos una pensión barata, y desde allí llamamos a los otros.
A los pocos días aparecieron todos con su maletita, sus calzoncillos limpios, las camisitas planchadas… y nosotros, Silvio y yo, parecíamos dos gitanos, porque nos fuimos a Torremolinos con lo puesto nada más. Cuando vimos a Juanma con la colonia… [risas]. Luego lo cierto es que estuvieron con nosotros solo unos cuantos días, porque a algunos los padres no los dejaban estar allí, y se tuvieron que volver. Nos convertimos entonces en un trío, y ahí sí que aprendimos. Durante un mes, tocando todos los días en el club Top Ten y en el Top Twenty, un montón de horas…
Recuerdo que un día vino un grupo inglés, donde cantaba uno que era igualito que John Lennon y Silvio cogió una especie de depresión porque decía que el batería de ese grupo tocaba mejor que él. A Silvio lo que le pasaba es que no le gustaba estudiar, no se aprendía nunca las canciones enteras. Las tocaba a su manera. Para mí, sin embargo, la música era muy importante, me lo tomaba todo muy en serio. Cuando llegaron Mane y Juanma a Torremolinos, le dijeron una cosa a Silvio que en aquel momento me cabreó, pero ahora, fíjate, me gusta. Le dijeron: «El Gualberto no es como nosotros, Silvio, porque a él le gusta la música de verdad. A él lo que le gusta es ensayar. No se deja el pelo para ligar con las niñas.» [Risas]
Y luego, a recorrer el mundo en un crucero.
Así es. Un día en Torremolinos se acercó un tipo al escenario y nos dijo que si queríamos hacer un crucero. Dijimos que sí porque necesitábamos el dinero. Mi problema era que un abogado fan nuestro se ofreció para comprarnos instrumentos, pero luego nosotros teníamos que pagar las letras, así que comíamos muy poco, un vaso de Fanta y unas patatas bravas, y así íbamos pagando. Estábamos muy canijos, no fumábamos tabaco ni porros ni bebíamos alcohol ni nada. Ni Silvio ni nadie. No teníamos dinero y estábamos hambrientos, por eso aceptamos sin dudar lo del barco. ¿Y sabes qué nos encontramos nada más subirnos? Una vaca entera adornada con un montón de cosas. Marisco por aquí, pescados grandes por allá… ¡Cómo nos pusimos de comer! [risas].
En el barco, el primer día que tocamos, nos dijeron que no tocáramos [risas]. Dábamos mucha leña. Había dos salones, el rosa y el azul. En el rosa estaba la gente rica y la gente mayor. Nos llegó un tío muy educado, el sobrecargo, al que Silvio llamaba «el sobretodo», y me pidió que bajara el amplificador. Dije que no, así que nos dejaron el salón rosa solo para nosotros, para desfogarnos, y ahí estuvimos dándole a todas horas. Todo el mundo se quedó en el azul menos unas niñas, diez o doce, italianas. Eran las hijas o nietas de los del barco, a las que les iba mucho la marcha. Estaban todo el tiempo ahí, mirándonos tocar. Recorrimos las Azores, las islas Madeira, las islas griegas. Fue una locura. Hubo hasta un millonario que nos quiso adoptar.
¿Adoptar?
Sí. Estaba alcoholizado. Era un tipo que estaba casado con una señora de Aragón, y llevaba siempre una botella de whisky a la que llamaba «mi baby» [Risas] Era muy raro. Se sentaba y decía que vivía en Torremolinos, en un barco enorme, y que había ganado el premio de rally aquel donde murió James Dean. Cuando nos dijo que había conocido a James Dean nos pegamos a él, porque nosotros le adorábamos. Habíamos visto Al este del edén veinte veces. Y así fue como el tío nos cogió cariño y habló con la mujer para que nos fuéramos a vivir con él allí a Torremolinos, que nos pagaba todo, que podíamos tocar siempre que quisiéramos… Estaba loco perdío. Una vez nos invitó a ir con él en taxi al Pireo. A mitad de camino paró el taxi, le dio un montón de dinero al taxista para que le dejara conducir a él y no os podéis ni imaginar el miedo que pasé, tíos. Iba a toda velocidad. De rally. Así que le pedimos que parara y nos bajamos [risas].
¿En qué momento empieza a cuajar Smash?
Cuando llevábamos ya dos meses tocando juntos, vino a hablar conmigo Mane. Él estaba estudiando dos carreras a la vez: Arquitectura y Biología. Era un coco. Sus padres, claro, no querían que tocara, pero él me dijo: «Yo sigo si tú me prometes que vas a seguir tocando conmigo y que vamos a ser por lo menos como los Beatles». Le dije que yo también me quería dedicar por entero a la música, así que me salí del colegio y me saqué el carnet de artista. Me examinaron Juanito Valderrama y Manolo Escobar. Les canté dos canciones de los Beatles: «I’m A Loser» y «Ticket To Ride». Y me dieron el carnet. Dijeron: «Este chico promete», por decir algo, supongo [risas]. A mi padre no le gustó esta decisión, así que en esa época dormí muchas veces en la cuadra.
Mane dijo que para dedicarnos a la música en serio teníamos que buscarnos otro batería. A Silvio no le gustaba estudiar, no se aprendía nunca las canciones enteras, las tocaba a su manera. Para mí deshacernos de él era una barbaridad, era el mejor batería de Sevilla pese a todo. Nadie iba a aguantar la caña que dábamos, todavía estaba todo el mundo tocando los Shadows. Nosotros estábamos a años luz de todo eso. Pero Mane tenía razón. Nadie estaba al nivel de seriedad y dignidad, de querer dedicarse a la música en cuerpo y alma, que teníamos él y yo. Sin embargo, me llegó la hora de irme a la mili y ellos formaron Gong. Mane después sufrió una enfermedad, yo volví y con los instrumentos de Gong se formó Smash.
Gracias a Gonzalo García-Pelayo, ese incansable promotor del rock andaluz, cineasta experimental y desvalijador de casinos.
Sí. Gong eran muy buenos. Tenían trompetas, saxos… tiraban más para el rollo del soul, con el órgano y tal. Tocaban «El país de las mil danzas» de Wilson Pickett, por ejemplo. Pero a Mane le entró su enfermedad y dejó de tocar. Un día que fui yo a la sala Dom Gonzalo, me dijo el portero que si no me importaba entrar y tocar algo. Me pusieron un taburete, cogí una butaca y un micro y empecé a tocar canciones de los Beatles y de Jimi Hendrix. Gonzalo vivía arriba de la discoteca, bajó y me dijo que si quería formar un grupo, que tenía los instrumentos de Gong que no sabía qué hacer con ellos. Quise reunir a Silvio y a Mane, pero no pude, estaban ilocalizables.
Entonces yo tocaba en Nuevos Tiempos, con Jesús de la Rosa, que en esa época iba con su traje de mil rayas, parecía un gitano anticuado. En aquel momento yo no tenía guitarra. Yo no tenía nada. Me la prestaban Los Lentos, o cuando yo veía que venía algún grupo gordo a tocar al Club Yeyé, como Los Pekenikes o cualquier otro de ese tipo, iba allí y les pedía la guitarra a los que tocaban, y el dueño del club me daba mil pesetillas, quinientas… por tocar algo. Así fue como conocí a Julio (Julio Matito) y Antoñito (Antonio Rodríguez), que tocaban también por allí de vez en cuando. Les vi tocar un día, me gustaron mucho y, como no encontré a Silvio ni a Mane, los cogí a ellos y así formé Smash.
¿Cómo era Dom Gonzalo, la discoteca mítica de aquella Sevilla underground?
Era una sala que tenía fama de poner la mejor música de la ciudad. Al menos yo allí escuché discos nuevos de Dylan que no habían llegado todavía a España, o de Pink Floyd. Me quedé incluso varias veces a dormir allí simplemente por escuchar música toda la noche. Cuando escuché el LP Ummagumma de Pink Floyd aluciné, lo escuché quinientas veces. Julio Matito estuvo conmigo esa noche. De lo que escuchábamos allí luego sacábamos versiones eternas, que podían durar a lo mejor todo un concierto.
¿Cómo surgió la posibilidad de grabar un disco para un grupo tan vanguardista entonces como vosotros?
Tuvimos la suerte de que la primera vez que tocamos en directo, en el teatro San Fernando, se desmayaron varias niñas y eso nos hizo salir en el ABC y en todas partes. Lo vio todo el mundo. Desde esa actuación, pasaron a pagarnos por tocar en todas partes. Fuimos a Bilbao, Málaga, Salamanca… no parábamos. Teníamos furgoneta, técnico, chófer. Creo que hemos sido uno de los pocos grupos, si no el único, que ha sido famoso sin grabar discos. Yo iba por la calle y firmaba autógrafos a la gente, pero no solo en Sevilla, donde fuera. Entonces nos mudamos a Madrid, a la pensión San Bernardo, donde estaban Paco de Lucía y Ricardo Miño. Un ambiente, imagínate… ¡buenísimo!
Gonzalo García-Pelayo, que se convirtió en nuestro mánager, era muy activo. Iba a hablar con las casas de discos y hacíamos muchas pruebas. Hicimos una prueba en RCA, que grababa a gente importante, como a Miguel Ríos, que era fan nuestro, venía siempre a vernos tocar, y eso que lo que él hacía no tenía nada que ver con nuestra música, pero siempre nos seguía. Otro que era fan nuestro era Rosendo, que tendría entonces catorce años o así, y por lo visto decía: «Yo quiero tocar como ese», señalándome a mí. Yo tenía en aquella época el pelo así de largo, negro, como luego lo ha tenido él. Y esto me lo contó un día el propio Rosendo, hace unos años.
El caso es que haciendo pruebas para grabar el primer disco, un día coincidimos con Fernando Salaverri, con quien tengo una anécdota muy curiosa que si la digo no le va a gustar, pero es verdad. Recuerdo que en una prueba de estas tocamos «Walking Forever», que al final hacía yo un solo con la guitarra con una especie de eco que iba repitiéndose y al final se armaba una bola enorme. Cuando terminé, pensé: «Este tío se habrá quedado alucinado de escuchar esto». Y al terminar la prueba, Salaverri me dice: «Esto no gusta aquí en España, aquí gustan los Fórmula V. Tú es que te pareces mucho a uno que tengo yo ahí arriba, ven conmigo que te voy a enseñar el disco, que me lo han mandado y no me gusta. Es música de gente que fuma marihuana y eso». ¿Sabéis de quién era el disco?
¿De quién?
El disco era de Jimi Hendrix [risas]. ¡Era el piropo más grande que me podía echar! Ahora, lo que os quería contar: ¿Sabéis quién reeditó luego los discos de Smash? Él, Salaverri. El tío poniéndose la medallita después de haberme dicho aquello. Y cuando se presentó la reedición me acuerdo de que me invitó a mí, y en un momento en que nos quedamos los dos solos, porque a mí no me gusta dejar a nadie en ridículo, le dije: «Acuérdate de que dijiste que esta música no gustaba aquí, que lo bueno era Fórmula V». Y me dijo: «Sí, sí, pero yo después…» [risas]. Salaverri, que siempre iba por ahí sacando pecho por méritos como haber traído a España a los Flying Burrito Brothers, eso de habernos rechazado en la primera ocasión lo tenía él como una cosa…
En España la industria musical se desarrolló más lentamente que la música.
Las cosas funcionaban así. Carlos Tena, por ejemplo, que era íntimo amigo mío y con quien he pasado ratos inolvidables, un día me hizo una entrevista en la radio y ese día lo vi poniendo unos discos muy malos. Le dije: «Quillo, ¿qué haces poniendo esos discos tan horteras?». Y él me decía: «Es que tú vives en tu campana de cristal, Gualberto. Tú nada más que haces lo que te gusta, pero yo no puedo, yo tengo que poner esto. ¿No ves que estos son los que me pagan? Esto es la publicidad, ¿no sabes lo que es la publicidad?». Y yo ya le decía: «Ah vale, tío, no te enfades» [risas].
Con Joaquín Luqui, en la Cadena SER, también me pasó algo parecido en una entrevista. Era en la época de Smash, llega el Luqui y me da un disco de Los Diablos y me dice: «Ahora te voy a preguntar cuáles son los grupos que más te gustan, pero di también este grupo, por favor». Y yo: «¿Cómo voy a decir eso, tío? Si a mí no me gustan». «Hay que decirlo porque son compañeros nuestros», replicó. Pero en la entrevista yo no lo decía y él entonces no paraba de pedírmelo. Al final me lo preguntó directamente en medio de la entrevista y le dije: «No entro en eso, a mí no me gustan Los Diablos, yo sé que le gustan a mucha gente, y son buena gente y cantan bien, pero es que a mí no me gusta esa música. ¿No puedo tener mis gustos? A mí solo me gusta lo que yo toco. Por eso soy músico, para sacar mi música». Y ya escuché un: «¡Corten, corten!» [risas]. Y vi a Gonzalo trayéndome, muy rápido, un documento para que lo firmara, en el que ponía que no iba a hacer ninguna entrevista más. Le dije que él no era nadie para decirme lo que tenía que hacer, que no iba a firmar nada. Además de que era absurdo, porque en Smash éramos tres, y la gente siempre me llamaba a mí para las entrevistas, porque era el solista, y en la primera época era el que cantaba todas las canciones.
¿Tenías muchos roces con García-Pelayo por la promoción comercial?
Gonzalo nos compró los instrumentos, nos llevó a todos lados, y eso se lo reconozco. Pero eso no implicaba que yo tuviera que hacer y decir lo que Gonzalo quería. Ni él ni nadie. Yo solo quería grabar mis canciones, porque yo estaba en la música para eso. Él era el mánager, vale, pero cada uno tenía su sitio. Le dije que no a muchas cosas, pero éramos amigos. Por ejemplo, me escribía en un papelito: «Sal y di buenas tardes». Pero yo salía y no lo decía, porque a mí me parecía que no iba conmigo. Yo solo salía para tocar. También nos sugería ropa, nos dio unas camisas y nos decía: «Vete a vestir que empezamos». Y yo le contestaba: «Si ya estoy vestido, yo toco así». Gonzalo quería ser como Brian Epstein, pero un día le dije: «Tú como quien tienes que ser es como nosotros, Gonzalo». Nosotros teníamos nuestro mundo, pero él no entraba ahí y al final dejó de decirnos cosas.
Me acuerdo de otra, con José María Íñigo, que quería que yo cantara bajando por una escalera, con un micro en la mano, en una especie de diálogo entre la guitarra y yo. Y claro, les dije que cómo iba yo a hacer eso. Le avisé a Íñigo de que no, que iba a tocar como yo toco. Me dijeron, además, que me tenía que recoger el pelo y ponerme un sombrero o un pañuelo. Y les dije que salía tal como era o no salía. Pues al final este vídeo de Televisión Española quedó acojonante, solo se nos veían los pies. No me puse el sombrero, por supuesto, y me dijeron que entonces la cara no saldría. Contesté: «¡Pues que no salga!». Y efectivamente, no salió [risas].
¿Cómo llevaba Antoñito, un batería tan joven, todo esto de la fama?
A Antoñito le pidieron una vez las baquetas para que las usara el batería de Karina y el tío no se las dio [risas]. Yo le dije: «Dáselas, ¿qué más te da?». Y él contestó: «Para tocar con Karina no, picha» [risas]. Karina era buena persona, pero es que Antoñito era muy fatigas, y quería tenerlas hasta el último momento para estudiarlo todo. Antes de las actuaciones, se iba al baño y se ponía a tocar en el bidé. Si no hubiera sido por Julio y por mí, no habríamos tocado nunca una nota, porque él quería ensayar hasta el último redoble, mientras que nosotros éramos especialistas, precisamente, en improvisar. Sin embargo, he tocado con muchos baterías, algunos con más técnica que él, pero la fuerza de Antoñito era inigualable. Tenía ese punch… Es que tocaba con todo el cuerpo.
También era muy tímido, los solos nunca le gustaron y le obligábamos. Cuando estábamos en la parte más álgida de mi solo, cuando estábamos en todo lo alto, Julio y yo, que nos entendíamos con solo mirarnos, parábamos y lo dejábamos a él solo [risas]. Nos llamaba de todo mientras tocaba el solo, pero pegaba unos palos, más fuertes todavía, del cabreo que tenía… y, claro, la gente alucinaba con él.
¿Cómo salió al final el contrato con Phillips?
Gracias a Alfonso Eduardo, que era fan de Los Murciélagos. Él tenía su programa en Radio Vida y nos veía mucho ensayar a Silvio, a Mane y a mí. Hicimos un concierto que fue mítico en la feria y él estaba allí. Nos facilitó todas las cosas, vivíamos en su casa en Madrid, y los discos los produjo él con Gonzalo. El problema fue que teníamos una canción en los conciertos que era nuestro tema estrella, «Rock Me Baby», que a Alfonso Eduardo le gustaba mucho. Era un tema de B. B. King pero nosotros hacíamos la versión de Jeff Beck en la que cantaba Rod Stewart. Empezaba yo con la guitarra, hacíamos unos solos muy largos y Julio pegaba unos gritos a lo Led Zeppelin. Era un show. Pero yo quería grabar mis canciones, que para eso hacía música. No quería grabar versiones. De hecho, los dos primeros singles de Smash son canciones mías. No recuerdo ahora si hay alguna de Henrik Michael… El caso es que insistieron en grabar «Rock Me Baby» y yo me negué. Y como la guitarra era mía, pues dije: «Me la llevo».
¿Y por eso en el primer disco de Smash no sales en la portada?
El que toca la guitarra soy yo, pero no me pusieron. Y las canciones eran mías también. Solo hay alguna canción en la que no toco porque me fui antes de que terminasen el disco. Me marché a Barcelona haciendo autoestop y allí grabé un disco en solitario. Me lo ofreció uno que pasaba por allí. Un tío me vio y me dijo: «Tú eres Gualberto», y me fui a su casa. Era Carles Cugat, que entonces era fotógrafo de un sello. En su casa estaban ensayando Música Dispersa y, claro, enseguida me enganché con ellos. Me preguntaron si quería grabar un disco, dije que sí y me fui a por músicos a Sevilla.
Jesús de la Rosa y demás.
Yo seguía en contacto con Jesús de la Rosa. Salíamos muchas veces juntos porque nuestras novias eran amigas, y todos los días nos veíamos. No perdí el contacto con Jesús nunca. De hecho, «I Left You», la primera canción que compuse, la hice sentado en La Macarena, con Jesús y con su hermano Manolo. «¡Mirad lo que se me ha ocurrido, tíos!», les dije, y ahí empecé a hacer esa canción. Cuando llegué a Barcelona, el resto del material lo compuse allí.
Tenía una novia americana, Jessica, con la que me casé. Me escribía cartas, las cosas de los novios, ella tenía dieciséis años entonces. En la correspondencia había poemas, yo cogía los versos, con títulos como «Behind the Stars», y les ponía música. Y claro, ¿a quién busqué para que me ayudara a grabarlo? Pues a Jesús, a Manolo, a Silvio, a Tacita, a Miguel Lobato, a Mane… Y todo lo que grabamos allí salió luego en el disco recopilatorio de El nacimiento del rock andaluz que se publicó muchos años después.
A Barcelona nos fuimos en coche con un termo grande de gazpacho, fue muy divertido. Hay un montón de fotos que debo de tener por ahí en el trastero. Hay una foto de Jesús en la que salimos a mear a la carretera, y se ve el cielo, el trigo, y Jesús con una cinta en el pelo como los tenistas. Parece un indio [risas].
De estas sesiones han reeditado hace poco también otro disco, con el título de Gualberto, y la carátula está hecha con fotos de la grabación. Canto once canciones mías y cuatro con Jesús. Metieron también una de Mane, que para mí es una de las mejores canciones que se han hecho nunca. Es de cuando empezó a tener paranoias, y dice: «Cuando la locura viene, se me abre una puerta». Fijaos qué rollo tiene. Esa la cantamos Mane y yo, y es una canción como una balada de Pink Floyd, con un solo de Mane imitando a una trompa, y yo con un solo de guitarra y haciendo voces. Mane tuvo aquella época… pero ya está curado. Hace poco escuchamos juntos la canción y me dio miedo que le volviera todo aquello, pero creo que ya no se acuerda de nada. El caso es que yo me vine de Barcelona sin firmar nada y eso que grabé allí lo han estado reeditando durante treinta años.
En Barcelona tocaste con Música Dispersa, grupo en el que estaban Pau Riba, Jaume Sisa, Selene. ¿Había conexiones entre la escena musical underground de Sevilla y la de Barcelona?
Mi novia estaba en Estados Unidos estudiando Filosofía y Griego, pero quería venirse a España, y apareció en Barcelona durante el ensayo de Música Dispersa. Pau Riba me dijo: «Tenemos una casa en la Floresta, y hay una habitación grande», así que nos fuimos con él. Allí vivía la gente de La Trinca, Toti Soler… el Sisa iba mucho. En la Floresta teníamos nuestro jardincito, cada uno tenía su habitación… Entre nosotros estábamos bien, tocábamos varios conciertos, improvisábamos mucho. Cada uno tenía su punto. Si el Sisa cantaba algo, yo le acompañaba y nos lo pasábamos muy bien. Se enteraron, no sé cómo, Silvio y Joaquín Salvador, el del programa Nata y Fresa, se plantaron allí y dijeron: «Esta es la casa de nuestro amigo Gualberto, así que…». Pero esa fue toda la conexión.
A los músicos de Barcelona les gustaba mi forma de hablar, pero cuando ellos hablaban lo hacían en catalán. Así que yo desconectaba y me iba. Pau Riba me decía: «Eres muy buena gente, Gualberto, pero coño, no te integras. Vas a tu bola, siempre metido en tu habitación. Nunca estás con nosotros». Le dije que es que se ponían a hablar en catalán y yo no me enteraba. Y me dijo: «Pues hablamos en español». Y así fue como empezaron a coger mi forma de hablar. Lo de «tío», «esto es monstruoso», el «rollo», y eso se extendió entre los músicos. A la gente le hacía gracia.
En esa etapa siempre estuve con el Sisa. Paseábamos por el Gótico. Los dos compartíamos nuestro amor por Bob Dylan, así que nos sentábamos en cualquier sitio a tocar juntos la guitarra. Una cosa que había en Barcelona, y que en Sevilla no la había, es que allí no paraba uno de tocar. Me salían muchos bolos. Víctor Jou, el de la sala Zeleste, tenía como una especie de asociación de músicos que tocaban allí todas las noches con los mismos instrumentos. Eran un montón de grupos diferentes. Y yo empecé a tocar con todo el mundo, por amistad, claro. Con Pan y Regaliz, con los de Máquina!. Yo es que soy muy sociable. Me hice muy amigo del solista de Máquina!, y ahora está por aquí viviendo el batería. Después a todos les dio por el flamenco y se vinieron para acá, a mi casa. Vinieron Jackie y Luigi. También vino Toti Soler. ¡Ah! Y allí en la Floresta también se quedaba Taj Mahal de vez en cuando.
Asististe al festival de Woodstock.
La primera vez que fui a Nueva York fue en 1969. El padre de Jessica, mi mujer entonces, tenía un casino en Las Vegas donde habían tocado los Rolling Stones y Elvis. Dijo que podíamos tocar allí, así que me fui para allá. Pero al llegar a Nueva York, como Jessica y sus hermanos eran hijos de papá, pues uno se tuvo que ir a la universidad, el otro a no sé dónde y ella también. Así que me quedé allí solo, pero encantado de la vida. Iba mucho a Central Park, me compré el sitar y me quedé sin dinero, pero al verlo no me pude resistir. Jessica venía de vez en cuando y en una de esas me dijo: «Mira, voy a tener unos días libres. He visto que hay un festival a las afueras que dura tres días. He comprado los tickets, ¿te apetece venir?». Le dije que sí, y era el festival de Woodstock.
Cuando llegamos, resulta que allí no había puertas ni nada, era en medio del campo. No sé para qué vendían los tickets [risas]. Me llevé mi guitarra y estuve tocando mucho con los Grateful Dead. Fue fantástico. Me gustó mucho el rollo hippie ese, con buena música. Formábamos corrillos. Había por ejemplo un tío que tocaba la flauta, yo con la guitarra, otro con la percusión. Alguien que había estado momentos antes en el escenario tocando se unía. Luego estaba la típica chica con flores en el pelo bailando alrededor, otro sentado en el suelo, otro comiendo… era un ambiente muy bueno.
Recuerdo, eso sí, que tenía un hambre que me moría. Porque tiraban desde los helicópteros comida, una cosa tipo muesli, pero a mí eso me parecía comida para los caballos y no me gustaba [risas]. Así que le dije a Jessica que nos fuéramos al pueblo a comer algo. Allí me pasó una cosa muy bonita. Entramos en un sitio a pedir un vaso de agua y una mujer se quedó mirándome. Me dijo que le recordaba a su hijo y nos dio de comer a Jessica y a mí. Nos dejó bañarnos en su casa y ya volvimos al festival un poquito más decentes. Eran tres días y yo no pensaba irme de allí sin ver a Jimi Hendrix, que era el que más me interesaba por encima de todos. Aunque vi a los Who, a Janis Joplin, a la Incredible String Band, que eran de mis favoritos. Cuando volví a España me quedé un poco cortado, la verdad, porque el nivel que había allí de música y de músicos…
Estuve con gente con un nivel que no os podéis ni imaginar. En Nueva York, el primer día que toqué en Central Park, me salió un mánager. Le dije que sí y no paré de tocar. En el tiempo que estuve allí formé un montón de grupos. Algunos duraban solo un bolo. Con unos chavales que tocaban jazz hicimos un trío increíble. Dos tíos gordos, típicos americanos, jóvenes, y tocaban que te cagas. Yo empecé tocando blues, pero cuando, siguiendo en el tono, pasé a hacerlo un poco aflamencao, me pedían que siguiera por ahí.
Allí se produjo tu encuentro con Frank Zappa.
Yo vivía en Greenwich Village. Allí te encontrabas por la calle a Jimi Hendrix, a Frank Zappa, a Ricky Nelson, que me gustaba mucho de jovencito. Había sitios a los que tú llegabas con la guitarra, decías que querías actuar, te hacían tocar un poco y te decían si sí o si no. A mí siempre me decían que sí, porque tocaba diferente a ellos.
Cuando vi a Frank Zappa no me podía creer que fuera él. Le dije a mi novia: «Fíjate lo que se parece ese tío a Frank Zappa». Me dijo que era él y yo: «¿Cómo va a ser ese Frank Zappa, si es más chico que yo?» [risas]. Era mi ídolo. Escuchábamos sus discos con los Smash, en Sevilla, horas y horas. ¿Y sabéis lo que estaba haciendo en Nueva York? Repartir entradas por la calle para que fueran a verlo. Para mí era el no va más y allí la gente ni lo conocía siquiera. Nosotros sí porque nos habían llegado sus discos por las bases. Sí que tenía su público, claro, pero no era todavía tan conocido como lo fue después. Luego estuve tocando con él un montón de tiempo en Central Park.
Años después, cuando vino a Sevilla y estuvo en La Carbonería, me avisó su mánager para que fuera, porque el tío se quería ir. Estaba hasta los huevos del flamenco porque no le gustaba. Así que cogí mi guitarra y me fui para allá. Le toqué una canción suya, «Plastic People», y se quedó flipado porque le metí un solo medio aflamencao y entonces me dijo: «Así sí me gusta. La fusión sí, pero el flamenco puro no» [risas]. Y le dije: «No te gusta porque no lo entiendes». Después, fíjate, me hizo una prueba y me contrató para tocar con él. Me probó con un ritmo típico suyo: un-dos-tres, un-dos-tres, un-dos-tres, un-dos, un-dos, un-dos-tres. Me lo aprendí, él me dirigía, y lo toqué. Entonces me dijo: «A ver, aflaméncalo un poco.» Lo aflamenqué y contestó: «Pues búscate a tres o cuatro guitarristas más y tú haces el arreglo del flamenco». Sugerí a Raimundo Amador, a la gente de aquí, que son muy buenos, y además son flamencos, pero, qué pena, al final el proyecto no salió para adelante. El caso es que después de esto, le dije yo: «Ahora te voy a tocar yo algo a ti, y lo tienes que repetir». Y le toqué una seguiriya.
¿Fue capaz?
¡Lo hizo! No como yo, claro, aunque bueno, tampoco yo hice como él lo que él me tocó. Se quedó mirando y me dijo: «Tócalo otra vez». Y así estuvimos, haciendo cosas. Yo cogía la guitarra, le tocaba una cosa, lo aflamencaba, le explicaba cómo iba… Estábamos en la misma onda. Hablamos mucho ese día de la música electrónica, que él decía que ahora ya no necesitaba escribir las partituras para que ensayara su grupo, porque sus ritmos eran muy complicados y escribir todo eso le agobiaba. Es que a él le gustaba Stravinski y ese tipo de ritmos. Pero ya digo, en esa época estaba muy contento porque programaba y podía sacar la partitura automáticamente para enviársela a sus músicos y que se la aprendieran. Le ahorraba mucho trabajo.
Pero lo que os contaba. Cuando estuve en Nueva York sentí que aquel era mi sitio. En Barcelona, Sevilla o Madrid notaba que a la gente le gustaba lo que yo hacía, pero estar con gente a la que tú admiras mucho, con la que aprendes un montón, y ver que a ellos les gusta aprender también de ti, eso es insuperable. A lo mejor no debería decirlo, porque lo mismo suena muy petulante, pero cuando me reuní de nuevo con Julio y con Antoñito, pensaba: «Pero si nosotros somos como los Cream. ¿Qué diferencia hay?». La música que nosotros hacíamos, no digo que fuéramos tan buenos como Eric Clapton, pero era del mismo estilo. Yo les decía: «Nosotros lo que necesitamos es hacer un disco bueno de verdad, para que la gente pueda saber cómo tocamos en realidad».
¿Y lo conseguiste?
Pues yo creo que no. La sensación de vitalidad y de fuerza, la comunicación que yo notaba en nuestras actuaciones en directo, no está en nuestros discos. Cuando escuchaba lo que habíamos tocado en estudio muchas veces quería regrabarlo. Pero no puedes estar todo el tiempo luchando con los productores. ¿Tú crees que yo hubiera dejado que en un disco mío se metiera un ensayo como pasó en Glorieta de los lotos? ¡Eso no se pone en un disco, hombre! Estábamos probando. Déjanos ensayar y déjanos que toquemos la canción bien. Ese corte, «Rollo en las rocas», es una birria. A uno de Madrid le hará gracia por la forma nuestra de hablar, pero eso no es nada, es una anécdota, por dios. Esa canción tenía mucha fuerza. Julio cantando y yo a la guitarra. Esa era la parte fuerte de Smash y al final va y sale una mierda. ¿Por qué? Porque se ha publicado la anécdota. Porque los que estaban en la mesa de mezclas estaban en otra onda. No digo que fuesen malos, simplemente que no estaban en la misma onda que nosotros y se tomaban las cosas de otra manera.
En Estados Unidos hay más cultura musical que aquí. A los Rolling Stones los conocía mejor su mánager que a nosotros Alfonso Eduardo, que le gustaban Juan y Junior. ¿Cómo íbamos a gustarle nosotros? Que yo lo quiero mucho, ¿eh? Pero las cosas son así.
¿Quizá hubo mucha prisa por sacarlo para aprovechar el momento?
Durante la grabación del disco había un director musical por allí, que es el que le hacía las canciones a Nino Bravo. Pero yo lo conocí después. Ni sabía que existía ese tipo. Y un día me dijo: «Gualberto, te voy a contar una cosa: yo era el director musical del primer disco de Smash, pero no llegué a decir nada. Me contrató Gonzalo, porque no sabía si erais capaces de grabar un disco…». Pero ¿cómo no íbamos a saber grabar un disco, viendo cómo emocionábamos a la gente en los conciertos? Lo que hizo Gonzalo fue contratarlo para controlar la parte musical.
El hombre este, cuando luego nos escuchó tocar, dijo que éramos genios, que él no podía aportar nada. Decía que sonaba increíble. Llamó a Nino Bravo y vino a vernos. Y lo que hacíamos era eso: tocar, ensayar… Pero no éramos jarrones chinos. Siempre había periodistas, siempre estábamos rodeados de intelectuales. No nos dejaban trabajar.
Lo de «Nosotros queremos estar en Sevilla…» fue una improvisación. Yo toqué el clavicordio, que no lo había tocado en mi vida. No sabíamos ni lo que estábamos haciendo. Había cincuenta personas allí. ¿Qué intimidad había? Tenía su gracia, pero ¿no era mejor grabar una cosa que ya tuviéramos ensayada? Yo veo cualquier instrumento y me pongo a tocarlo, porque es lo que hago siempre. Vi el clavicordio y lo cogí. Julio y yo teníamos un cachondeo con las pelucas blancas, las medias de seda, el rollo cortesano. Vimos el clavicordio y nos entró la risa. Empezamos a tocar cada uno por su lado y nos pusieron el micro para grabarlo. Pero no era una canción, ni lo habíamos tocado jamás. ¡Y van y también meten eso en el disco!
Pues sí que es una pena. Porque, por ejemplo, siempre se ha comentado medio en broma medio en serio que si Led Zeppelin hubieran sido españoles habrían compuesto «I Left You».
«I Left You» fue la primera canción que hice. Y luego «One Hopeless Whisper», que se incluyó también en el single, aunque los productores querían que fuera otra canción la que saliera. Al menos ahí sí pudimos imponernos de alguna manera.
Cuando Smash actuó en el Parque de Atracciones de Madrid os cortaron el sonido.
[Risas] Aquella noche nos presentó Torrebruno, como a los Beatles. Y luego estaba Tony Ronald, el de «¡Help, ayúdame!». Allí es que hicimos un experimento, porque puse un montón de amplificadores en cadena. Se lo había visto a Jimi Hendrix en Woodstock. Yo tocaba con uno como el suyo, pero vi que él tenía diez, por lo menos. Así que puse un montón de amplificadores en serie y aquello sonaba cañón. A Silvio lo pusimos delante con unas congas, unas panderetas, tambores… de todo. Era una caña y estábamos tan entusiasmados que no terminábamos nunca, supongo, porque nuestros solos no eran normales. Cuando tocábamos, tocábamos. Lo hicimos como siempre, pero como había mucha gente, nos tuvieron que desenchufar porque si no, no parábamos.
Nos creímos que estábamos en Woodstock, porque era una cosa por el estilo. Jimi Hendrix tocó todo lo que le dio la gana, pero a nosotros nos tuvieron que echar de esa manera. Seguramente nos cogeríamos un cabreo enorme, pero no me acuerdo mucho, la verdad. El momento de quedarme sin sonido no lo recuerdo, y eso que me lo ha preguntado un montón de gente. Una vez nos pasó una cosa parecida en Las Vegas. Empezamos a tocar y se fue la luz.
Aquel día en Madrid Silvio siguió cantando, con el micro, entusiasmado, de cachondeo… bailando el twist, pegando saltos, haciendo cosas groseras. Y para colmo, dio un salto desde la tarima y se tiró adonde estaba la gente. Todos mirándole, muy serios, creyendo que se reía de ellos [risas]. Seguía cantando pero no se escuchaba nada, claro. Silvio duró poco con nosotros. Después fuimos a Mataró y tuve que hablar con él. A mí me pasaba que estaba tocando un solo encantado de la vida, cerrando los ojos, y como Silvio se aburría de repente se ponía a cantar. Otras veces, se aburría y dejaba de tocar la batería para fumarse un cigarro. Un día, cuando más a gusto estaba yo tocando, vi que la guitarra no sonaba y es que ¡me había puesto la mano en las cuerdas! Me dijo: «Toca algo de Elvis, anda». Silvio podía ir con el papa, pero el protagonista tenía que ser él [risas].
Es que los solos del rock progresivo en directo…
Nos pasó también con Manuel Molina. Un día se nos quedó dormido. Teníamos una canción que decía: «Mátame al amanecer, o de noche, si tú quieres, pero que te pueda ver las uñas, pero que te pueda ver los ojos, pero que te pueda ver», y después de un solo mío potente, voy bajando y bajando, todo el mundo mirando, y… [ruido de ronquido]. Así estaba [risas]. Me puse: «¡Manuel, tío! ¿Tú te crees que se puede ir así por la vida?».
Luego una vez en Zaragoza, Manuel se encontraba muy sentimental y escuchó la voz de dos del público hablando al fondo de la sala. Uno decía: «Y le pegué dos tiros a la liebre». Se escuchó perfectamente, y Manuel estalló: «¡Me cago en la puta! ¿Ese tío que está hablando quién es?». Y se fue para la puerta, y dijo: «De aquí no sale nadie hasta que no dé la cara el que estaba hablando». El chófer, que venía con nosotros, intentando calmarlo [risas]… Cuando venía de la mili y nos veía a todos con las melenas, Manuel nos decía: «Qué guapos estáis, tíos. ¿Y yo qué hago ahora, qué me pongo?». Se puso un colgante gigantesco, una especie de sol así de grande, con las llamas saliendo [risas].
¿«El garrotín» fue para ti la gota que colmó el vaso?
Lo de «El garrotín» tiene su gracia, pero no se puede confundir una cosa que es simpática con la música de verdad. Para entendernos: «Ob-La-Di, Ob-La-Da» no es «Yesterday». A mí me enorgullece como músico saber que «El garrotín» fue número uno en las listas, pero yo no pondría nunca esa canción como la mejor nuestra.
Tampoco es que crea que lo mejor o lo peor como categorías existe. Eso depende. Con la música hay siempre un valor añadido que lo determina el paso del tiempo. Si tú escuchas «Yesterday» y en ese momento estabas con una chica que te gustaba mucho, y las primeras citas con ella coincidieron con su lanzamiento, pues veinte años después lo escuchas y te lo revive todo. Le añade un romanticismo que la canción musicalmente no tiene; le añade la vida. Esa es la diferencia de la música con la literatura. La música va más allá de las palabras. Expresa cosas que no se ven.
Tened en cuenta que la música ha tenido siempre una servidumbre con la voz, porque la música ha evolucionado mucho a partir de la misa cantada. En la misa lo importante era la letra. La música se inventó para que todo el imperio cristiano cantara la misma música con la misma letra. Lo cual es acojonante [risas]. Las partituras después han ido evolucionando para cantar el «kyrie eleison». Primero era una salmodia, que era una melodía sola; después empezaron a hacer melodías con diferentes tonalidades, con hombres y mujeres haciendo dos voces. Más adelante ya empezaron a cantar en el tono menor. Después autorizaron la séptima, luego la secuencia… y así ha ido evolucionando todo. Pero la base es esa y la servidumbre con la voz ha existido siempre.
Cuando Beethoven, sobre todo, empezó con las sinfonías, y empezó a hacer música descriptiva, como La pastoral, La heroica, ¿qué era lo heroico? ¿Qué era lo pastoral? Para representar la cosa bucólica del campo, las violas empezaban en el alegretto de la séptima de Beethoven y escrito al margen ponía: «A más densidad del río, más violines». Empieza con las violas, le añade los segundos violines, después los primeros, y al final… ¡boom!, el río ya es grande. No es un retrato, pero, sin embargo, está describiendo algo y no tiene necesidad de hablar. Eso quiere decir que está expresando cosas. ¡El músico se está emocionando! El formalismo dice que la música solo puede expresar música. Bueno, sí, claro, pero la música sirve para expresar cualquier cosa acompañando a una película, a una ópera… a todo. Por algo será.
Algunas veces, comentando cómo era el ambiente de la contracultura de la época, has diferenciado entre los que eran más políticos y los que erais más hedonistas. ¿Había hipocresía y fachada?
Esto lo viví sobre todo cuando actuamos con la gente del grupo de teatro Esperpento. La verdad es que siempre había groupies y gente que venía a esperarnos y nos íbamos con ellos a la discoteca, a divertirnos un poco. Los políticos, sin embargo, estaban muy serios, allí hablando: «España necesita hombres, no borregos» [risas]. Está bien, tío, pero a mí eso no me… Mentiría si dijera que yo estaba comprometido. Yo estaba comprometido con la música. Mi forma de ser era representativa de lo que ellos hablaban, porque era un tío que hacía lo que creía que tenía que hacer. Pero mi aportación era musical. Nunca he pretendido otra cosa. Y si mi ejemplo le ha servido a alguien, me alegro, pero nunca he pretendido darle lecciones a nadie. Simplemente he intentado tocar lo mejor posible, hacer mis canciones. Había mucha gente que me hablaba de estos temas políticos, pero yo no entraba nunca al trapo. Carlos Tena, por ejemplo, se ponía a despotricar de Franco todo el rato. Recuerdo estar metidos en sus seiscientos, que era muy pequeño, y yo le decía: «Pero si es un viejecito» [risas]. Y se enfadaba conmigo: «¿Cómo que es un viejecito?». Y yo le decía: «El pobre, ¿no ves que ya no puede ni andar?». A mí no me gustaba enfadarme, quería hablar de otras cosas, quería reírme un poco. ¿Vosotros habéis estado alguna vez con Felipe González, Alfonso Guerra y toda esa gente en una habitación chica, hablando todo el rato de su rollo? ¡Eso te vuelve loco! [risas]. Pero yo no tenía nada en contra de su rollo. Qué te voy a decir, ¡si esa gente cambió España! Pero es que de España, ¿yo qué iba a habar de España? Yo no entendía de esas cosas.
Pero Julio fue muy militante.
En esa época no, después. Hay que saber distinguir. Una vez me vino un chaval de un periódico y me dijo: «Gualberto, el mérito que tenéis los Smash es que tuvisteis la capacidad de prever el futuro». Y yo le decía: «¿Qué dices, tío?». Y se refería a Julio, pero Julio en aquella época estaba igual que yo. Él entró en el PSOE porque su cuñado, Jesús Bores, era íntimo amigo de Felipe. Y Felipe y Julio acabaron siendo uña y carne. De esa relación surgió la idea de hacer un disco en el que yo también toqué, pero no quería que apareciera mi nombre porque no quería meterme en política. Ahora ese es un disco que no veas. Lo hicimos Julio y yo solos. Él, con una guitarra y yo con otra, y un micro en medio. Las canciones de Julio eran canciones de cantautor. Yo no comulgo con eso, lo hice por amistad. Aunque tiene canciones preciosas, ¿eh? Aquella canción que le hablaba a una amada que estaba lejos… Siempre la escuché creyendo que era una mujer, pero después resulta que hablaba de Andalucía [risas]. Decía cosas potentes. En el estudio estaban cagados. Josele, que era el dueño, tenía cerradas todas las ventanas. Yo tampoco lo veía para tanto, pero en fin. Felipe González llevó una vez trescientas copias de ese disco a un mitin.
A mí hay cosas políticas que me han gustado gracias a la música. «Taxman», por ejemplo, de George Harrison. Pero una cancioncita de autor, haciendo siempre el mismo arpegio en bucle, eso aburre tela. [Canta a Paco Ibáñez imitándolo]. Estuve con Paco Ibáñez en el homenaje que le hicimos a Carlos Cano y cantó bien, el tío, me gustó, pero lo suyo eran más las letras. En París coincidimos tocando una vez, estuvimos hablando y me dijo que el mejor cantaor de todos los tiempos era Meneses. Le dije: «Pero ¿tú a quién has escuchado, además de a Meneses?». Y me dijo: «A Manuel Gerena». Claro, entonces… Y me preguntó que a quién tendría que escuchar, y le dije que a El Chocolate. Y cuando estuvimos juntos en el camerino hace dos años, le pregunté que a quién escuchaba ahora, y me dijo que a El Chocolate [risas].
Y ojo, que Meneses me parece que era buenísimo. Y Gerena hasta me gustaba más. No cantando, pero sí que era valiente, había que quitarse el sombrero ante él. ¿Sabéis quién era el guitarrista que iba con él en nuestra época? Manuel Molina. Y lo metían en la cárcel cada dos por tres [risas]. Gerena era muy amigo mío. Incluso intentamos grabar un disco, lo que pasa es que los dos trabajábamos mucho, cada uno por su lado, y no lo pudimos hacer al final. A Gerena le tengo mucho respeto, y a Meneses igual, pero yo prefiero escuchar otro tipo de cante. Y no penséis que soy un fundamentalista, porque yo le he hecho discos a Carlos Cano, a María Jiménez… y me he entregado con cada uno de ellos. Yo nunca he tratado de imponer lo mío, y por eso creo que he tocado tantos palos. Hasta de sevillanas he hecho mucho, he estado veinticinco años de director del coro de Triana. Y eso un fundamentalista no lo haría.
Hablando de fundamentalistas, que hayas incorporado el sitar al flamenco, ¿cómo se ha visto en el mundillo?
No he notado nunca que se piense que es una extravagancia, porque no lo es. Cuando ven el sitar físicamente sí, pueden creer que lo es, pero yo siempre digo: «¿Quién me ha llamado a mí para grabar con él?». El Agujetas de Jerez. ¿Crees que el Agujetas va a llamar a alguien que sea extravagante? Camarón, El Lebrijano, Lole y Manuel, Paco Taranto. Me han llamado ellos, yo no he llamado a nadie. He recibido siempre gloria bendita, y no he tenido nunca problemas.
Por ejemplo, yo he estado tocando con El Chocolate. El cantando por soleás y yo con la guitarra metiéndole cosas de Jimi Hendrix, lo que me daba la gana, y él ni se coscaba. Me decía: «Dale ahí» [risas]. Pero un día vino El Chocolate a vernos. Yo estaba con Camarón y Ricardo Pachón en el estudio que tiene él en Umbrete. Y estaba el sitar en el suelo. El Chocolate lo vio y le dijo a Camarón: «José, tú no debieras hacer estas cosas, tío. Porque tú eres un peaso de cantaor, y no te tienes que vender haciendo cosas raras. ¿Eso qué es?». Y José me dijo: «Tócale eso que a mí me gusta». Se lo toqué y El Chocolate se quedó a cuadros. Nos dijo: «¡Eso está hablando!» [risas]. Y ya empezó a cantarme cosas para que yo le acompañara con el sitar.
Recuerdo que una vez El Chocolate me cantó un taranto por el puente de Triana. ¡Qué cosa más increíble! Y con el último aliento, a punto de dar el toque final, se para el tío en seco y se ríe. Yo me quedé cortado, porque me estaba emocionando una barbaridad y va y me dice: «En esta parte me aplaude todo el mundo siempre» [risas].
Pero alguna vez alguien te habrá dicho algo por el sitar.
Cuando la gente ve el sitar siente prejuicios, pero el flamenco viene de ahí, de imitar la voz. Todas las culturas, como la hindú, vienen de una cultura oral. ¿Cómo se aprenden los budistas o los musulmanes las sagradas escrituras? Pues con un tío repitiéndolas y repitiéndolas. El flamenco es una queja, siempre. Pasamos el dolor y lo miramos de frente. Y es individual. Queremos decir algo que nos está pasando. Ahí no somos como los hindúes, que quieren conectarse con el cosmos con su música. Somos diferentes. Pero ¿cómo hacen esto los hindúes? El gurú le canta con la voz, porque todo viene de la religión. Los ragas de la música clásica india tienen un modo que es igual que una escala.
El sitar tiene algo para imitar la voz que no tiene la guitarra. Por eso lo he utilizado en el flamenco, intuitivamente. Porque a mí el flamenco no me lo ha enseñado nadie. Yo he cantado lo que he escuchado de chico y lo que me cantaba mi madre. Lo que me cantaba Camarón cuando venía a mi casa, que yo le decía: «Repítemelo». Y si se acordaba, lo hacía y si no, algo parecido. He ensayado con todos, los escucho y después mezclo un trozo de José de la Tomasa, lo que yo siento, con un trozo de Camarón, con uno de Mairena. ¿Por qué? Porque ellos pueden cambiar la letra y seguir con la misma música, y yo, cuando toco una soleá, tiene que ser diferente en la música, tiene que tener más riqueza. Entonces lo que hago es aprenderme el ritmo y luego improvisar, con una mezcla de blues, de rock, de flamenco y de clásico. Podéis pensar que es anárquico, pero lo hacen todos los músicos. Mozart en medio de una sinfonía podía meter una canción popular.
Al final es igual que un raga, que tiene una melodía base que luego se desarrolla. Para desarrollarla, sea flamenco o no, debes tener un conocimiento, hay que estudiarlo, que es lo que he hecho yo. El instinto es básico, pero no es lo único. El sonido no vale, hay que manipular el sonido con los dedos. Pero tampoco vale, hay que tener una idea interior y expresarla. Puede ser una idea de amor, de un paisaje, de un sentimiento, porque la música, como os decía antes, está expresando cosas que no vemos.
Cuando me dan la música demasiado hecha, no me gusta. Me gusta la música que se expresa ella sola, y que por sí sola tenga tal ambigüedad que si tú eres sensible puedas incluso captar lo que el compositor quería decir. Después de la novena de Beethoven hemos aprendido que no hace falta una letra para expresar un sentimiento. Así que a mí los flamencos me han acogido bien, siempre.
¿Cómo acabaste en las sesiones de La leyenda del tiempo de Camarón?
A Camarón le gustó mucho el disco que le hice a Remedios Amaya con la guitarra eléctrica. Él ya me conocía a mí de Smash, era muy amigo de Manuel y había venido a mi casa muchas veces. Se ponía a tocar la guitarra y yo el sitar… De hecho, él incluso se compró un sitar, que yo le afiné y le enseñé a tocarlo un poco.
Cuando llegué, llevaban ya un mes y medio grabando el disco, pero esa canción la hicimos Camarón y yo del tirón. Prácticamente la improvisamos: él siempre me dejaba empezar, que yo tocara un poco el sitar, tocaba la misma frase siempre [tararea], y entonces ya entraba él, y cuando yo veía que hacía una frase definitiva, entraba yo otra vez. Y así lo hicimos, que es lo mismo que hice con la Reme. Cuando acabamos nos dijeron que había que grabarla otra vez, porque había una cosa técnica que había fallado. Y Camarón dijo: «Esto no lo toques, se queda así ya». A él le gustó y así se quedó. Eso sale en el documental que se hizo sobre La leyenda del tiempo. Manuel decía que lo único que le gustaba a Camarón del disco era lo mío, porque era la única parte en la que él pudo hacer lo que le dio la gana. A él no le gustaba cantar con un micro de pie, por ejemplo, y todas esas cosas. Después, como se vendió bien, ya se reconcilió un poco con el disco.
Cuando salió, se dice que algunos gitanos lo llevaron a El Corte Inglés para devolverlo porque, se quejaban, ese no era Camarón.
Ese disco tiene cosas muy buenas, pero los discos de Camarón solo con Paco de Lucía le dan veinte mil vueltas.
¿Y no conociste a Bambino?
No. Bambino era el referente, era un monstruo. Se hizo muy famoso. Era buenísimo, pero tenía un estilo muy de la gente de Utrera, como Enrique Montoya, El Funi… María Jiménez también tenía cosas de Bambino. Pero ambos tienen una cosa que viene de Adela, que fue la primera en hacer rancheras por bulerías. Eso se lo han escuchado los dos a Adela. Lo de Bambino es verdad que era más sofisticado, porque ya se metía un poco en el cuplé también, no solamente en la ranchera. Se ponía en medio solo, con la mano en el pecho y todo eso. Su guitarrista, Paco del Gastor, me dijo un día: «¿Por qué no cantamos este cuplé?». Era de Bambino y lo tocamos. Pero el auténtico era El Funi, un gitano alto que iba con un pañuelo blanco. Uno muy elegante que se levantaba lentamente, como un gentleman. Ese era puro, puro. Se iba por seguiriyas, levantándose de la silla, con unas manos muy grandes, se ponía mirando para arriba. Parecía un dios indio, con la nariz así como la de Silvio. Era un espectáculo. Cuando se ponía a cantar de verdad no era gran cosa, pero la puesta en escena…
¿Cómo viviste la decadencia de Silvio?
Yo no tomo más de dos cervezas, y para tocar mucho menos, pero Silvio no sé cómo podía tocar. Al final de su vida estaba que se caía. Ni siquiera me reconocía por cómo tenía los ojos de hinchados. Me conocía por la voz. Estaba muy envejecido, pero le pedías una copa y al rato estaba como siempre, porque tenía una vitalidad enorme. Intenté decirle que no bebiera más y me reñía: «Gualberto, Gualberto…». Es una pena, porque tenía mucho talento rítmico y swing. Los discos que grabó después están bien, pero no son muy representativos de su verdadero talento.
También has sido arreglista, director de un coro. Música clásica, flamenco, rock… ¿No crees que tanto eclecticismo ha influido negativamente en tu carrera?
Mi amigo Benito Moreno lo expresó muy bien un día que estábamos hablando de eso mismo que me preguntáis, porque los flamencos me ven como un rockero, los rockeros me ven como un flamenco y el clásico me ve como un autodidacta de no sé qué. Benito me dijo: «Mira, Gualberto, tú serás siempre un intruso». ¿Y qué quieres que le haga? Me da igual.
José Luis Ortiz Nuevo fue quien me abrió a mí las puertas de toda la gente flamenca. Un día me llamó y me dijo: «He escuchado tu primer disco toda la noche. Tú eres flamenco toques lo que toques». Decía que incluso en lo clásico, en el tema «Diálogo interior», yo era flamenco. Me dijo que me escuchaba y veía variaciones flamencas, porque lo llevaba en la sangre. Tuvo la valentía de meterme en la Semana Flamenca de Madrid, tocando mi disco con el grupo de rock. Estábamos allí El Agujetas de Jerez, Camarón, Remedios Amaya y yo en la misma noche. Le dije: «Te lo agradezco, José Luis, pero no quiero que quedes mal». Pero él decía que quien no se diera cuenta de que yo también era flamenco, era tonto. Así que empecé a tocar allí mis canciones, con esos solos que eran rock puro, y el público de allí que era flamenco, flamenco… madre mía [risas]. Recuerdo que El Agujetas me dijo que lo que yo hacía le parecía como una guerra, llena de bombazos.
Y luego la música clásica me encanta y la hago cada vez que se me ocurre. Hace poco compuse una «obra de juventud», con una soprano, flauta, oboe, clarinete y cuarteto de cuerda. Tengo un montón. Y conciertos para piano. Muchos no se han estrenado nunca.
En 1975 regresas a España y ese mismo año irrumpe Triana. ¿Cómo lo percibiste? ¿No crees que de alguna manera recogían el legado de Smash?
No creo que ellos tengan ningún legado nuestro. Lo que tocábamos Julio, Antonio y yo no era lo mismo que lo que yo hacía cuando tocaba con Jesús y Manolo. El legado de Triana no viene del mismo tipo de flamenco que hacíamos nosotros. Jesús venía de otra cosa. Él era igual de flamenco que yo. Uno de sus grandes amigos era José de la Tomasa. Pero sus canciones tienen más que ver con la copla. Sus melodías son más cantables que las mías, que son rockeras. Y luego muchas partes de sus composiciones eran compartidas, como en las composiciones psicodélicas de Pink Floyd. Nosotros no les enseñamos a ellos nada, ya lo sabían todo. Los dos cogimos todo del mismo sitio. Jesús tenía una voz única, como la de Camarón o la de Lole y Manuel. Era buenísimo. Podía cantar lo que quisiera, porque lo clavaba. Y sus canciones eran muy melódicas.
Además, es que cantaban en español. Ese fue el gran bombazo. Yo lo primero que sentí al ver tanto éxito fue una alegría inmensa. En esa época yo tocaba solo e hice muchas giras con ellos. Jesús me decía: «Es que tú amansas a las fieras, te sientas ahí y me los dejas a todos a gustísimo» [risas]. Tocaba también Guadalquivir, luego Imán, después yo y después Triana. En el camerino, Jesús y yo tocábamos flamenco con la guitarra, por bulerías, las últimas cosas de Camarón, e intentamos varias veces hacer algo en el escenario, yo con el sitar y él con el órgano.
En Triana es que valían todos, era un grupo con tres puntales muy buenos. Triana sin la guitarra de Eduardo no hubiera sido lo mismo, le daba mucha fuerza. Tele parecía un paso de Semana Santa tocando [risas]. Y Jesús con esa inspiración que siempre tuvo, era además un teclista muy bueno, pero no de técnica sino de corazón, de lo de dentro. Eso para mí es lo más importante. Antes de que formara Triana intenté que Jesús se viniera conmigo, pero me dijo que se iba a tocar con un grupo de bolos, de esos que hacen pasodobles, porque quería aprender a tocar bien el piano. Y la verdad es que lo hizo muy rápido, porque tenía mucho talento.
Recuerdo que estando allí en Madrid con ellos de gira, un día se me acercó un tío de la casa Ariola y me dijo que quería ficharme. Yo vivía en una pensión, me dijo que me fuera al Hotel Meliá y que me quedara allí, que ya hablaríamos para firmar el contrato y grabar un disco. Y como era gratis le dije a Tele que se viniera, que nos íbamos a poner las botas. Se venían los cuatro y nos pegábamos unas comilonas… [risas]. Y después lo pagaba todo este tío. ¿Sabéis cuánto tiempo estuve en ese hotel viviendo? ¡Casi un año!
A gastos pagados.
Sí. Y mientras tanto yo seguía tocando en los sitios. Resultó que el tío este tuvo un accidente de tráfico, grave, estaba en el hospital y no podía verme. Pero él seguía con la idea de que quería grabarme un disco y allí que seguí hasta que empecé a mosquearme un poco, porque ya era mucho tiempo. Empecé a pensar: «¿Y si este tío de pronto desaparece y tengo que pagar yo todo esto?» [risas]. Al final me llamaron y me dijeron que habían cambiado de director en Ariola y que habían fichado a Camilo Sesto en mi lugar. ¡Me cambiaron a mí por Camilo Sesto, tíos! Salieron ganando [risas]. Ya antes mucha gente me había propuesto cantar canciones para las niñas. Henrik me decía: «Eres guapo, Gualberto. Coge el sitar y toca algo para las niñas». Y yo le decía: «No seas hortera, tío, ¿cómo voy a hacer eso?». Y un mánager que tenía también me lo dijo, que podría ganar más dinero si cantara en español. No sé por qué he tenido siempre ese problema con el español, pero es que no me sale.
Eso te queríamos preguntar, que por qué Smash cantaba en inglés.
Porque las canciones de mis ídolos eran en inglés, y mis melodías me suenan mal en español. Sin embargo, cuando hago canciones para el coro de Triana, las letras me las han dado en español, aunque es cierto que son letras de otros y eso lo hace diferente.
Julio Matito se mató en un accidente de coche y se truncó el regreso de Smash.
Ocho años después de que Julio entrara en política, me lo encontré por la calle. Yo seguía con la música y le convencí para que lo dejara todo y se viniera conmigo a tocar. Volvimos a montar el grupo. Como Julio no había nadie cantando, con la fuerza que tenía. Para la vuelta de Smash hicimos una película con tres canciones.
¿Te refieres al «Tiny Peter» con Lole y Manuel?
Sí, pero esa canción era una chorrada. Quiero decir, que nos la inventamos allí sobre la marcha. Era una canción que tenía Julio medio hecha y la improvisamos. Coincidimos allí en el plató de casualidad con Lole y Manuel. Julio me dijo: «Pídele a Manuel que toque con nosotros, que para mí sería impresionante». Le dije que se uniera y dijo: «Vale, ¿qué tocamos?». Y Julio dijo: «Mira la canción esta, que es do, la, fa y sol. Ya está». Yo cogí y le puse un wah-wah y empecé a hacer solos. La Lole dijo: «Voy a meter aquí eso de lalalalala…». Nos lo inventamos todo allí, vamos, por la cara.
Pero los temas gordos eran los otros que teníamos, en un rollo ya más parecido a King Crimson, en plan trío. Esos temas eran increíbles, yo creo que es lo mejor que hemos hecho nunca, porque en esa última época ensayamos como no lo habíamos hecho jamás. Fuerte, fuerte, fuerte. Pero claro, Julio tuvo el accidente y se murió ese día por la noche. Fue una pena.