Carlos Bouza
Crazy Minds, 20/05/2014
La historia de Los Íberos tiene un arranque de película: estamos en 1961 y Enrique Lozano, el jovencísimo ayudante de barman de una sala de fiestas de Torremolinos, desgrana cada noche junto a su banda un repertorio compuesto por boleros y chachachás. Tres años después, el mismo Enrique, con un acompañamiento renovado, se encuentra en Londres tocando esas mismas canciones sobre las tablas del Whisky A Go Go: el club por el que antes han desfilado The Who, Manfred Mann o los Easybeats. Cuatro años más tarde, Los Íberos se convierten en el primer grupo español en grabar un álbum íntegro en la capital inglesa. Primero, en los Chappell Studios. Poco después, en las instalaciones de Decca, el sello donde editan sus discos…los Rolling Stones.
La exposición de esta meteórica cadena de acontecimientos, sumada al hecho de que Los Íberos atesoran las más exultantes canciones de pop barroco registradas por un grupo español de su época, les aseguran un lugar destacado en la historia de nuestra música rock. Sin embargo, el reventón comercial les fue esquivo incluso en su período de mayor brillo, sobre todo si comparamos su estatus con el de conjuntos tan recordados como Los Brincos o Los Bravos. Hoy, pese a su intensa reivindicación entre los connaiseurs del pop 60s, esta banda malagueña sigue injustamente encallada en un culto más bien minoritario. Los motivos son variados: muchos cambios de formación, un fatídico accidente de tráfico en un momento clave de su carrera y, sobre todo, un debut discográfico editado cuando muchos de sus contemporáneos contaban ya con un importante catálogo a sus espaldas. La alineación clásica de Los Íberos no entró en un estudio de grabación hasta 1968, siete años después de que Enrique Lozano hubiese puesto en marcha el proyecto. Registraron un único larga duración y se separaron poco después, cuando la irrupción del rock progresivo les dejó definitivamente fuera de juego. En 1973, su pop estilizado, brillantemente construido y lleno de pequeñas filigranas, ya no tenía opciones entre los nuevos gustos del público.
Pero la trayectoria de la banda comienza, como apuntamos, en los albores de la década de los sesenta, cuando el adolescente Enrique Lozano recibe un flamante cetro de manos de su jefe en la sala El Mañana de Torremolinos: la ansiada guitarra eléctrica Gibson Melody Maker con la que podrá, al fin, seguir los pasos de su idolatrado Chet Atkins. La formación primitiva de Los Íberos, con un quinteto inicial que incluye piano y saxo, arranca así una larga y serpenteante etapa de entrenamiento, curtiéndose a base de repertorio latinoamericano. Muy pronto, Lozano abandona la zona de seguridad de Torremolinos y se embarca en una fructífera aventura europea, fajándose en compañía de sus músicos en multitud de locales de la noche londinense. Durante una de esas veladas, el grupo es víctima de un contratiempo que les propulsa hacia el centro de un auténtico hervidero musical, cambiándoles para siempre: tras declararse un incendio en la sala que ese mismo día va a acoger su actuación, son realojados en el club Whisky A Go Go, espacio acostumbrado a acoger shows del más explosivo rock’n’roll del momento.
Estamos en 1964, con Beatles y Stones afianzando su dominación mundial, y Los Íberos se ven inevitablemente engullidos por el nuevo contexto. Londres les empuja a elegir: o refrendan su condición de combo exótico, obligados a manosear su repertorio ante un público cuyos gustos están a años luz de lo que ellos pueden ofrecer, o reformulan su estética, adaptándose así a las nuevas circunstancias. Enrique Lozano lo ve claro, y se pone manos a la obra. Dos años después, tras una intensiva renovación de su cancionero y equipo de sonido, habiendo recorrido Europa, vuelve a España cargado de versiones de los Beatles, abundante material propio y una decisión firme: reiniciar a Los Íberos, integrando a nuevos miembros y preparado para irrumpir en la ya más que floreciente escena rock de nuestro país.
La alineación definitiva del grupo, que no tardará en grabar el que posiblemente sea el mejor álbum de pop español de su tiempo, se fija con los siguientes componentes: Enrique Lozano (guitarra, voz); Adolfo Rodríguez (guitarra, voz); Cristóbal De Haro (bajo, voz) y Diego Cascado (batería). Sin embargo, la banda aún tendrá que conquistar su espacio en un país, el suyo, del que Enrique ha estado ausente durante demasiado tiempo.
De vuelta en Torremolinos, Los Íberos aterrizan en el club Top Ten con material inflamable: sus recreaciones del catálogo de los Small Faces o Manfred Mann muestran a un grupo en plena escalada hacia la cima de su poder escénico, con Enrique bien curtido musicalmente tras su periplo internacional. Entre 1966 y 1967, el cuarteto da el salto definitivo cuando son contratados para actuar semanalmente en el espacio televisivo Escala En Hifi, acercándoles definitivamente a la rúbrica de un contrato discográfico que Enrique decide posponer sine die: no está dispuesto a entrar en el estudio de grabación si no es en Londres, con los mejores medios y personal a su servicio. Una decisión peligrosa en términos comerciales, si tenemos en cuenta que, en ese momento, formaciones tan importantes como Los Brincos, Lone Star o Los Salvajes ya habían puesto en circulación algunas de sus mejores grabaciones. Lozano estaba dejando pasar un importante tren, lo que acabaría por repercutir negativamente en el posible estallido popular del proyecto. Sin embargo, como veremos, Los Íberos llegaron a tiempo para disfrutar de un merecido (aunque corto) período de éxito, gracias a esas visiones musicales que Lozano pudo al fin concretar.
Y es que en 1968, tras un apoteósico concierto como teloneros de Los Bravos, nuestros protagonistas entraron en la órbita del sello Columbia, donde finalmente se aceptaron las condiciones de Enrique. Durante ese mismo verano, en los estudios Chappell y bajo la dirección musical del arreglista y productor Mike Vickers (Manfred Mann), nuestros protagonistas registraron seis de sus mejores canciones en tan solo un día. Un trabajo limpio, al viejo estilo: con banda y orquesta apretujada en estudio, tocando en directo, sin tomas rutinarias repetidas una y otra vez.
Dos de esas canciones fueron Summertime Girl y Hiding Behind My Smile, todavía hoy las gemas más representativas de su catálogo, y las más definitorias del clásico sonido Íberos: dos muestras de canónico sunshine-pop con estribillos arrebatadores, voces perfectamente conjuntadas y suntuosas irrupciones de viento y cuerda. Ambas venían rubricadas por el equipo formado por Tonny Waddington y Wayne Bickerton, procedentes de la banda de Pete Best, el primer batería beatle, e introducidos en los secretos del estudio de grabación de manos de Joe Meek, conocido por sus innovadores y excéntricos trucos de producción. Otras dos piezas en inglés inmortalizadas en la misma jornada fueron Why Can’t We Be Friends , de nuevo con letra y música de Waddington y Bickerton, y Nightime, compuesta por John Pantry (asociado como ingeniero de sonido a las primeras referencias de Small Faces y Bee Gees).
Más interesantes, aunque sólo fuese porque en ellas imprimió Enrique Lozano un curioso toque personal, más allá de la minuciosa aplicación de un canon foráneo, son Las Tres De La Noche y Corto Y Ancho. Ambas fueron las dos únicas canciones de su autoría que salieron de aquella primera sesión, y ofrecían interesantes variaciones dentro del lote. La primera, por ejemplo, era un melancólico vals que insertaba versos de Lope De Vega en un esquema de elegante pop de cámara a la manera de bandas como The Association. La segunda, un jubiloso canto a la libertad individual que desbordaba una chulería muy castiza, sin descuidar por ello los elegantes trenzados vocales y las puntadas de vientos que estaban convirtiéndose en una marca de la casa.
Publicadas entre 1968 y 1969 en tres referencias en formato single, estas seis primeras canciones condujeron a Los Íberos hacia un éxito relativamente que aceptable, teniendo en cuenta el inminente cambio de paradigma en el pop español: con la brincomanía en sintomático declive, la edad de oro de los conjuntos daba paso a un nuevo mapa sonoro, en el que el descubrimiento de la música negra o el rock progresivo estaba redefiniendo también al sector más juvenil de la audiencia. Antes de quedar fuera de juego, los sofisticados Íberos emprendieron sin embargo un segundo viaje a Londres, con destino ahora a los estudios Decca y bajo la dirección de Ivor Raymonde, para dar forma a una segunda tanda de seis temas, igual de exquisita y deslumbrante que la anterior.
La buena acogida de Summertime Girl, catapultada para siempre como su canción-bandera, llevó de nuevo a Tonny Waddington y Wayne Bickerton a figurar en los créditos de buena parte del nuevo material. Fantastic Girl intentaba, de forma concienzuda, recuperar el gancho de aquel hit, pero su pegada no era la misma, y desde luego no destacaba entre el nuevo repertorio. Más rotunda se mantiene la acentuada vertiente negra de esa sesión en Decca, ya sea impulsada por el espíritu Motown en Back In Time y Te Alcanzaré, o agitada en la coctelera del bubblegum en la contagiosa Mary And She.
El resultado de las dos expediciones londinenses, que se completaba con la telúrica balada Amar En Silencio y una versión del espasmódico número garagero Liar, Liar de The Castaways (convenientemente bajado de pulsaciones) fue recopilado finalmente, en 1969, en el único álbum publicado por Los Íberos. Dolorosamente ignorado, relegado con el paso del tiempo a un ingrato estatus de artefacto de culto, el principio del fin de la banda comenzó a sellarse tras la deserción forzosa de Enrique Lozano, a quien las secuelas de un accidente de tráfico le impedían seguir al mando de su propio proyecto.
Al tiempo que las viejas canciones continuaban relanzándose en formato sencillo, Adolfo Rodríguez consiguió mantener con vida a Los Íberos, ya in extremis, entre 1970 y 1973. Durante este período, sin embargo, el grupo se convirtió en el digno pero errático laboratorio de ideas de su nuevo líder, quien tanteaba nuevas vías de alcanzar el éxito, aunque sin la sólida dirección musical de su predecesor. Lo intentaron a lo largo y ancho de tres singles: facturando temas livianos, diseñados para un impacto de corta duración (Isabel), acudiendo al entonces pujante rock flamenco (Bajo El Alamo), reenganchándose al pop chicle a lo Bay City Rollers (Mañana). En realidad, Adolfo no hubiese tenido necesidad de intentar desfibrilar el corazón de la banda. Poco después, en 1974, se iba a unir a Rodrigo García, José María Guzmán y Juan Robles Cánovas para poner en marcha a los históricos Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán: un supergrupo de soft rock acústico y armonizado, destinado a escribir otra página de oro en la historia de la música española…con idéntica suerte comercial.