David Morán
ABC, 20/02/2021
El libro 'Hotel California' reconstruye la fértil escena musical que aupó las carreras de Joni Mitchell, Jackson Browne y Crosby, Stills, Nash & Young
El lugar es Los Ángeles. Los años, esa década prodigiosa de guitarras cristalinas y mostachos asombrosos que va de 1967 a 1976. Un lapso aparentemente breve que, sin embargó, sirvió para fundar una civilización alternativa en Laurel Canyon, esa suerte de paraíso boscoso a un tiro de piedra de Sunset Strip y Hollywood Boulevard. Un oasis californiano que había servido de refugio para artistas y radicales durante la caza de brujas del macartismo y que, mediados los sesenta, se preparaba para convertirse en privilegiado decorado ante el que un puñado de hippies candorosos y bienintencionados, todo melenas ensortijadas y ambrosía folk, se convertirían en superestrellas de ego desbocado, billeteras a rebosar y adicciones faraónicas. La nueva realeza del rock americano, exprimiendo hasta la última gota del 'California Dreamin'' y dando alas a un «relato épico de canciones y sol, drogas y prendas vaqueras, genio y avaricia». Una historia de cowboys de pega, melodías suaves y millones de dólares facturados en discos nacidos del idealismo y rendidos sin remilgos a los más perversos vicios de la industria.
«En un momento en que las influencias de Crosby, Stills, Nash & Young, Joni Mitchell, James Taylor, Jackson Browne y los Eagles son más omnipresentes que nunca, ha llegado la hora de volver a valorar a este notable grupo de artistas y de hacer, también, otro tanto con los poderosos impulsores y agitadores que forjaron sus carreras», escribe el periodista británico Barney Hoskyns en 'Hotel California. Cantautores y vaqueros cocainómanos en Laurel Canyon' (Contra), fabulosa crónica de aquellos años de sonido dorado, drogas a paletadas y barra libre de promiscuidad. Sobre el papel, un completísimo arco narrativo que va del férreo compromiso de Phil Ochs al pantagruélico solo del 'Hotel California' de los Eagles y en el que cabe, detalla Hoskyns, «el genio veleidoso de Joni Mitchell, de los cambios radicales de Neil Young, el desmoronamiento de David Crosby, Gram Parsons, Judee Sill y otros como consecuencia de las drogas…».
Ambición y números 1
Gente que, se supone, llegó a Laurel Canyon por amor al arte y a los efluvios contraculturales que emanaban de los sesenta y que acabó circulando por Bel Air y Beverly Hills con deslumbrantes limusinas bien surtidas de alcohol y cocaína. «Estás con tal actriz y tal productor y de repente todo se vuelve animado y divertido. Acaba convirtiéndose en la misma dinámica de recochineo de tu estatus de rico de cara a los pobres de la que tanto habías renegado al principio de tu carrera», reconoce el músico Ned Doheny en un capítulo dedicado a la sórdida y decadente resaca que trajeron los primeros setenta.
Para entonces, Gram Parsons ya estaba en la tumba por culpa de una sobredosis y los Eagles, aseados vaqueros recién salidos de la portada de 'Desperado', reinaban en las ondas y las listas de ventas gracias a su depurada fórmula de country-rock amable y blandito. También, o sobre todo, a una ambición sin parangón. «Lo queríamos todo: respeto, números 1 y mucho dinero», asegura Glenn Frey, cabecilla de la banda junto a Don Henley. «Los Eagles fueron creados para vender un millón de discos. Componían con el objetivo de alcanzar un éxito enorme», proclama Elliot Roberts, manager de Neil Young y Joni Mitchell y socio del todopoderoso David Geffen.
Al final no fue solo un millón, sino unos cuantos más -su 'Their Greatest Hits 1971-1975' es, oficialmente, el disco más vendido de la historia-, lo que convirtió el ya de por sí excesivo camino al estrellato en un auténtico desmadre. En el menú, sexo, alcohol y drogas como platos del día. ¿Suficiente? Para nada. Henley y Frey cultivaron con denuedo todos los vicios del libro de estilo de la estrella de rock, jets privados y lujuriosas bacanales incluidas, hasta que la banda saltó por los aires en 1980 fruto de una letal combinación de juergas interminables y egos incontrolables. En noviembre de ese mismo año, Henley fue arrestado después de que personal paramédico atendiese en su casa a una chica desnuda de 16 años de una intoxicación por narcóticos. El batería y compositor de 'Hotel California' fue acusado de posesión ilícita de marihuana, cocaína y Quaaludes, así como de contribuir a la delincuencia de una menor.
Drogas para matar el alma
El caso de los Eagles, claro, no fue algo aislado: James Taylor estuvo enganchado a la heroína durante años y David Crosby no sólo se agujereó el tabique nasal de tanto esnifar, sino que se arruinó por culpa de las drogas y dio con sus huesos en la cárcel por posesión de cocaína. En 1973, después de acompañar como telonera a Neil Young en la gira de presentación de 'Times Fade Away', a Linda Ronstadttuvieron que cauterizarle el tabique nasal hasta en dos ocasiones. «La cocaína pasó a ser el acompañamiento imprescindible del nuevo glamour del rock de los setenta», constata Hoskyns. «Yo componía canciones cuando iba enfarlopada porque al principio puede ser un catalizador de la creatividad. Al final te deja frito, te mata el corazón. Mata el alma y te da delirios de grandeza al paralizar tu núcleo emocional. Es la droga perfecta para un sicario, pero no lo es tanto para un músico», señala en el libro Joni Mitchell.
Antes de tan abrupto final, sin embargo, el oasis sonoro de Laurel Canyon acogió un big bang de folk, country-rock y pop con chaquetas de flecos que, a la larga, acabaría sentando las bases de lo que conocemos como rock americano. The Byrds, con sus gloriosas Rickenbackers de 12 cuerdas y la constante lucha de egos entre Roger McGuinn y David Crosby -a Gene Clark hay que darle de comer aparte-, marcaron el camino a seguir. También pasaron por ahí Buffalo Springfield, germen de lo que acabaría siendo Crosby, Stills, Nash & Young;The Mamas And The Papas; y The Flying Burrito Brothers, auténticos inventores del country-rock con pedigrí, pero si algo logró exportar la californiana de aquella época fue el concepto de cantautor hipersensible e idealista.
En el libro, pasen y lean, los hay a patadas: la Joni Mitchell de 'Ladies Of The Canyon'; Jackson Browne como voluntarioso Pepito Grillo al que no le quedó otra que acabar bajando los brazos; la sensacional Carole King y el siempre mullido y confortable James Taylor; la voz de Linda Ronstadt como catalizador necesario; un Neil Young sabiamente emancipado; Warren Zevon y Randy Newman como brillantes excepciones a la regla… A muchos de ellos, por no decir a la mayoría, les echó el lazo David Geffen, un astuto empresario y representante artístico «de temible reputación» que levantó todo un imperio sobre Asylum Records, sello que llevó el sonido de Laurel Canyon a todos los rincones del mundo.
He aquí el sueño californiano, servido por artistas llegados de otros estados y ejecutado por un aprendiz de magnate neoyorquino que, con los años, acabaría fichando, tanto monta, a Cher, Nirvana y Guns N'Roses. Para entonces, el mito de Laurel Canyon ya se había desmoronado, sepultado bajo montañas de billetes y cocaína. A la vuelta de la esquina esperaban las cuadrillas del punk y el AOR para ensañarse con los cascotes y echar sal sobre la tierra arrasada. Atrás quedaba, encerrada en un puñado de discos gloriosos, esta historia de «narcisistas enfundados en prendas vaqueras y unos millonarios que lucían muselina en los cañones de Los Ángeles», como zanja Hoskyns.