Ya hacía tiempo que el rock saturado de guitarras sucias no me levantaba del asiento. Y es que hay tanta abundancia de rock kalimochero barato y de sermoneante punk/hardcore vegetariano que cuando quería ponerme hasta arriba de distorsión y desparpajo me veía obligado a acudir a viejos discos de The Damnned o The Stooges. Pero fue oír los escasos segundos de sintonía de la estupenda serie Better Call Saul (un spin-off de la popular Breaking Bad) y ponerme a buscar como loco a la banda que perpetra esos irresistibles riffs hendrixianos. Y entonces descubro a estos trogloditas sónicos del norte Inglaterra llamados Lillte Barrie, me hago con su último LP, Death Express (contundente título), de 2017, y me quedo completamente cautivado.
Aunque se les suele aplicar la etiqueta de blues rock los Little Barrie solo encajan parcialmente en ella. Y es que la baraja de punzantes estilos rockeros que manejan los británicos es bastante amplia (blues, progresivo, soul, surf, psicodelia, hard, garage, avant-garde, etc.) siempre con el denominador común de un sonido descarnado y primitivo. También hay que tener en cuenta que son un trío, lo cual pone freno al exceso de florituras y artificiosidad.
El disco, como dije más arriba, se va a mover entre un surtido puñado de patrones musicales. Uno muy claro es el blues o, mejor dicho, el blues rock en la onda de Jimmy Hendrix o, por poner un ejemplos más cercanos, de los Jon Spencer Blues Explosion o los Clawhammner. De este lote destacan temas como "Golden Age", "(Nothing Will) Eliminate", "Produkt", "Molotov Cop" o la incisiva "New Disease", donde la influencia de Cream y del progresivo británico es más que evidente (el hoy difunto batería de la banda era hijo de Steve Howe, de Yes). Por no mencionar "Better Call Saul", que sirve de sintonía al mencionado spin-off de Breaking Bad y que tiene clara influencia de Hendrix.
Por otra parte hay una serie de temas influenciados por el surf rock. Las guitarras reverberadas, los trémolos, el reiterado uso de la palanca de vibrato y el predominio de lo instrumental sobre lo vocal lo demuestran. En este grupo destaca, el primer corte, "Rejection", de poco más de 20 segundos de duración, "Bill$ House", un instrumental que recrea una atmósfera alucinada y "Sonic Lodge", que parece una continuación del primer corte y que como éste es muy breve. También hay importantes guiños al hard rock, en especial al Detroit rock de Iggy y los Stooges. Empezando por el ritmo demoledor de "You Won't Stop Us", que recuerda al "No Fun" de The Stooges, pasando por "Count to Ten", con ese ritmo a lo Bob Diddley y esas wah-wahs que nos remite al "Little Doll", también del primer disco de los de Detroit, y terminado con el penúltimo tema "Shoulders Up Eyes Down", lleno de distorsión y mala uva.
Otra influencia notable es el garage, sobre todo el último rock de garage teñido de psicodelia e incluso de aromas progresivos y hard. Aquí habría que citar temas como "Love or Love", que suena como el "Pushin' Too Hard" de los Seeds tocado por una banda de ángeles del infierno puestos de meta. O el instrumental "The Dodge", que hace un cierto guiño al himno motero "Blues Theme" de Davie Allan & the Arrows.
Y buena parte del resto de los cortes se mueve entre la psicodelia oscura y el avant-garde más ruidista. Aquí podemos temas con impresionantes efectos de sonido como "L5CA", "Vulture Swarm" o el que da título al disco, con un potente ritmo funky y evidentes referencias al krautrock setentero. Y es aquí donde Little Barry se acercan a las bandas coetáneas como The Liars u Oneida, con los que coinciden en un uso muy lo-fi de la electrónica. También hay algún eco de la psicodelia electrónica de los Silver Apples en temas como "'Copter".
En definitiva, un disco de 22 temas (¡una hora y 4 minutos!) rezumante de experimentación blues-rockera que huye de la zafiedad y la rutina en que ha caído el rock más guitarrero en los últimos tiempos. Little Barrie son como un grupo de alienígenas tocando blues en un garage. Si quieres un disco que te ponga las pilas, esto es lo que buscas.
El cantante de Arkansas se benefició del redescubrimiento del 'rockabilly' en los años sesenta
Hoy sabemos que, por cada Elvis, Carl Perkins o Jerry Lee Lewis, hubo miles de cantantes sureños que, a mediados de los años cincuenta, se lanzaron a tumba abierta por la recién abierta senda del rock and roll. Grabaron sencillos para compañías pequeñas, discos que generalmente pasaron desapercibidos; en su mayoría, se retiraron o se arrepintieron y pasaron al country. El caso del cantante y guitarrista Sleepy LaBeef fue especial.
LaBeef, que murió el jueves 26 de diciembre con 84 años, nunca dejó la música y se mantuvo activo hasta el final, pese a sus dolencias cardiacas. Muy popular en Europa, visitó España con frecuencia, dejando incluso testimonios discográficos. De verdadero nombre Thomas Labeff, había nacido en 1935 en una familia de agricultores de Smackover, en Arkansas; sus antecesores eran acadianos (cajuns) de Luisiana. Trabajaba en Houston en 1955, cuando vio en concierto a Elvis Presley; como él, LaBeef había acudido a una iglesia pentecostal y pudo reconocer sus inflexiones de góspel aplicadas a un material profano. Decidió seguir su pista profesional.
LaBeef llamaba la atención: casi dos metros de altura, más de cien kilos de peso, una profunda voz de barítono; su apodo profesional era El Toro y su físico le permitió aparecer en alguna película de serie B. Artísticamente, su fórmula era simple pero irresistible: pisaba el acelerador y mantenía un ritmo vivo mientras atendía todas las peticiones. Tenía un conocimiento inmenso de los repertorios de Nueva Orleans, boogie, western swing, blues, honky tonk y demás variedades vaqueras. Su objetivo era que ninguno de sus espectadores se aburriera y desde luego que lo conseguía.
Grabó para sellos como Starday, Dixie, Wayside, la sucursal de Columbia en Nashville, Plantation y los resucitados Sun Records, propiedad del empresario Shelby Singleton. Fue allí cuando llamó la atención de Peter Guralnick, el futuro biógrafo de Elvis, que destacó que Sleepy representaba una conexión con el espíritu festivo de los años cincuenta; era un optimista libre de sentimentalismo o nostalgia. Un milagro de las noches sureñas que, avisó, se podía reproducir en otras latitudes.
A Europa llegó a finales de la década de los setenta, ganándose al personal con su cordialidad, su entrega y el calado de su cancionero. En España, que había permanecido fuera del circuito que presentaba a veteranos del rock and roll, causó hasta alborotos: el madrileño Teatro Martín fue clausurado en 1980 tras un concierto de LaBeef donde se superó el aforo permitido. La naciente comunidad de rockers españoles le adoraba: en la red se puede encontrar una aparición suya en Aplauso, el programa de TVE, donde entre los figurantes es posible ver a Carlos Segarra o Loquillo.
LaBeef tenía todos los números para convertirse en un peripatético artista de directo, obligado a tocar con bandas improvisadas (lo que no implica que no sufriera con algunos de los músicos europeos que le tocaron en suerte). Felizmente, compensó esos bolos con su carrera discográfica: fichó con Rounder Records, compañía de Massachusetts de aliento purista, que se esforzó en que sus álbumes tuvieran sentido. Esos lanzamientos contaron con instrumentistas jóvenes más el acordeonista Jo-El Sonnier e incluso históricos como el batería D. J. Fontana.
Convertido en una enciclopedia viviente de las músicas del Sur de los Estados Unidos, Sleepy LaBeef llegó a ser conocido como El Jukebox Humano. Nunca tuvo lo que llamaríamos un éxito, pero vio la reedición de todo lo que había grabado durante medio siglo de grabaciones. Su despedida oficiosa fue un documental de 2013, Sleepy LaBeef rides again, registrado parcialmente en el Estudio B de RCA, el antiguo lugar al que Elvis iba por las noches a grabar.
Cada temporada, los de Liverpool debían crear una grabación navideña para su club de fans. En 1967 despacharon “Christmas time (is here again)”, un tema que llegó cuando habían pasado de la cumbre creativa de Sgt.Pepper's, a la modorra autocomplaciente de Magical Mystery Tour. Sería la última de ese tipo en su carrera.
Solo por una vez se relajaba el serio ambiente con que se trabajaba en los estudios Abbey Road. Ocurría cuando el calendario corría más a prisa para llegar a la fiestas de fin de año. Por entonces la agenda de los Beatles demandaba un producto especial: una grabación para su club de fans alusiva a la navidad. No bastaba con sacar elepés y sencillos con el material habitual para aprovechar la festividad -como el doble cara A “We can work it out”/”Day tripper” en 1965- sino que además había que darle algo a los más fanáticos. Al fin y al cabo, gracias a ellos el grupo había pasado de ser el comentario de los bares de Liverpool a estrellas de la industria.
De modo que el martes 22 de noviembre de 1967, el grupo se reunió en el estudio para su sesión navideña anual. Esta instancia era tomada por el grupo como humorada. No se esmeraban con el mismo ahínco que al momento de trabajar en complejos arreglos como lo habían hecho ese año para su legendario Sgt.Pepper’s Lonely Hearts Club Band. Menos para las canciones del disco y película, Magical Mystery Tour lanzados cuando el año del “verano del amor” llegaba a su fin.
Desde su primer flexidisc navideño, registrado en 1963, el grupo solía registrar locuciones, bromas, imitaciones y chistes alusivos a la festividad. Los intercalaban con pedazos de canciones tradicionales o fragmentos que se les ocurrían en el momento tocados con lo que tuvieran a mano. Más que un grupo musical parecían cuatro chicos pasándola bien un rato en un estudio de grabación de primer nivel, en una de las capitales de la industria discográfica mundial.
En el 67’, hicieron lo que acostumbraban por esos días. Simplemente cada quien tomó un instrumento y se lanzaron a tocar. Paul McCartney en el piano, George Harrison en la guitarra acústica, Ringo Starr en la batería y John Lennon con bombo. En una sola toma registraron la pista base. Luego grabaron las voces cantando a coro la frase que dio título al tema: “Christmas time (is here again)”.
“La habían preparado muy bien de antemano y la sesión fue muy divertida -recuerda el ingeniero de grabación Geoff Emerick en su libro El sonido de los Beatles (2011, Indicios)-. Todo el mundo adoptó el espíritu de las fiestas y Lennon utilizó su mejor acento escocés en un largo monólogo de frases absurdas. El actor Victor Spinetti, que había actuado con los Beatles en sus dos películas anteriores estuvo asimismo presente en la sesión, y le pidieron que cantara un poco”.
A continuación los cuatro músicos hicieron 10 tomas de locuciones y bromas, superpuestas con capas de efectos de sonido. Estas incluyeron parodias de transmisiones de radio y televisión, un dueto de tap dance de Starr y Spinetti, una breve interpretación de “Plenty Of Jam Jars” de The Ravellers, y un falso spot para un tónico milagroso que llamaron Wonderlust. La sesión terminó con el recitado de un extraño poema lisérgico de John Lennon, quien hizo gala de su muy fino sentido del absurdo.
Estilo libre
Pero la alegría no dejaba ver una realidad algo más deprimente. Tras la muerte del mánager Brian Epstein en agosto de ese año, los fab four entraron en una época de confusión. Como detalla Ian McDonald en su libro Revolución en la mente, comenzaron a llegar muy tarde al estudio para hacer sesiones nocturnas, con la luz baja, en las que se largaban a tocar por horas, sin dirección alguna. Como buscando en cada cambio de acorde tanteado al azar una respuesta a los problemas.
“En vez de ceñirse al calendario de tres meses para cada álbum que había sido necesario mientras estaban de gira, los Beatles se autoimpusieron ahora una régimen de grabación continuada de baja intensidad -explica McDonald-. Esto se adecuaba a un estilo de vida más relajado, pero tenía un componente de trabajo diario, una intrínseca falta de tensión que estaba destinada a afectar al material resultante. Al no pagar horas de estudio, acudían a éste siempre que estaba libre, tuviesen o no algo preparado para grabar. Por consiguiente, muchas de las horas que pasaban en el estudio 2 no las ocupaban grabando, ni siquiera ensayando, sino escribiendo canciones”.
“Quizás a causa del consumo de drogas, los Beatles empezaron a volverse algo complacientes y perezosos por esta época, y su nivel de concentración también iba a menos -relata Emerick-. En realidad nunca había sido demasiado alto, especialmente cuando grababan pistas base. Llegaban a media canción y entonces uno de ellos se olvidaba de lo que tenía que hacer, por eso tardábamos docenas de tomas en conseguir algo aprovechable”.
De hecho, este nuevo enfoque explica que parte del material incluido en el Ep Magical Mystery Tour, se grabara con ese nivel de relajo. Se trataba de la banda sonora de la película del mismo nombre que comenzaron a preparar apenas cuatro días después de acabar las grabaciones de Sgt.Pepper’s Lonely Hearts Club Band.
“Hasta cierto punto, los Beatles confiaban demasiado en sus habilidades en aquel momento de su carrera -explica el ingeniero-.Pensaban que podían salirse con la suya grabando casi cualquier tema, y que el público lo aceptaría, pero las cosas no eran tan sencillas”.
Según Emerick, a esas alturas el desgaste de los largos cinco meses dedicados al Pepper había minado las energías y la ambición del cuarteto. “Visto en perspectiva, es evidente que regresamos al estudio demasiado pronto. Paul era el único a quien le quedaba algo de energía creativa, y tenía intención de superar Sgt.Pepper; los demás no parecían ni de lejos tan interesados”.
Con ese ritmo más suelto compusieron temas como la instrumental “Flying”. “No es más que un blues de doce compases nacido de sus improvisaciones nocturnas; simplemente seleccioné unos minutos de los mejores trozos, ellos añadieron una serie de overdubs y la canción quedó terminada -recuerda Emerick-. Desde el principio se concibió como música incidental para la película, de modo que nadie quiso dedicarle demasiado tiempo”.
Pero también era parte del uso del azar como herramienta creativa. Es conocida la historia de cómo John Lennon incluyó fragmentos de una transmisión radial seleccionados al azar nada más mover el dial, en “I am the Walrus” la que culmina con el registro de una representación de la obra de teatro El Rey Lear.
“Christmas time (is here again)” sería la última grabación navideña que el grupo registró trabajando junto. De ahí en más, hasta su separación, no hubo mayor entusiasmo por cumplir con el encargo. Por ello cada quien grababa alguna ocurrencia por separado, para luego mezclarse con pedazos de grabaciones sobrantes y así dar forma a una pieza auditiva más menos coherente.
Pero de algunas forma el tema fue distribuido durante años como bootleg, o grabación pirata, tal como buena parte del material inédito que los Beatles registraron en Abbey Road -lo que en parte motivó el proyecto Anthology de 1995-. Por ello, cuando lanzaron el sencillo de “reunión” llamado “Free as a bird” -en realidad McCartney, Harrison y Starr completaron una vieja maqueta de Lennon-, añadieron una versión del tema remasterizada y remezclada. Pocos años después, en 1999, Ringo grabó su propia versión para su álbum navideño I Wanna Be Santa Claus, con Joe Perry de Aerosmith a la guitarra. Como para señalar a la posteridad que, esta vez sí, la navidad había llegado.
Vamos a ver… ¿Cuántas tortillas salen de un huevo de avestruz? Unas catorce. Un montón de tortillas, lo sé, y pese a ello debo decir que he congeniado con la mayoría de avestruces que he conocido. Te parecerá una gilipollez, pero esa es la clase de cosas que me interesan.
¿Qué animal tiene el cerebro de mayor tamaño en relación con su cuerpo? Las hormigas, lo juro. ¿Y el pene más grande en proporción a su cuerpo? No, no, no… malpensado. El percebe. Atención: hay más insectos en una milla cuadrada de tierra que humanos en todo el planeta. Piénsalo, imagina que piden votar, sacarse el carné de conducir o algo por el estilo. Un topo puede cavar un túnel de cien metros de longitud en una noche; un saltamontes saltar sobre obstáculos de quinientas veces su estatura… ¿Sabes a qué huele la Luna? No, no huele a queso, huele a fuegos artificiales. Me lo dijo Neil Armstrong: «Huele a fuegos artificiales, tío». Y tiene mucho sentido, llevamos siglos disparándole a la Luna con ellos. Mi lista de la compra siempre incluye fuegos artificiales y pañales, es todo lo que necesitamos. La vida es lo que sucede entre los fuegos artificiales y los pañales.
Estuve hace tiempo en Oklahoma, y debo decirte que allí es todo muy raro, tienen unas leyes extrañísimas. No puedes lavar el coche los domingos si llevas ropa interior de lana, especialmente si llevas un corte de pelo raro. El corte de pelo siempre es un problema. Otra cosa es que está estrictamente prohibido mascar tabaco. Y no se puede fotografiar a un conejo en días laborables, solo los fines de semana. Otra más: no puedes comer en un establecimiento que esté en llamas; lo que limitó bastante nuestras opciones gastronómicas, la verdad. Ah, y no se puede emborrachar a un pez en su pecera, al parecer tenían muchos problemas con eso, y tampoco puedes darle a fumar un cigarrillo a un mono. Pero lo que más me asombra de Oklahoma es que tendrás serios problemas si besas a un extraño, ¿vale? Piénsalo, puedes ir a la cárcel por besar a un desconocido. Me refiero a que todos lo somos en cierto momento, ¿cómo iba a continuar el mundo si alguien no besa a un extraño?, ¿eh?
¿Sabes en lo que de verdad soy bueno? Ni como cantante, ni como autor de canciones, naaaa… En hechos extraños e insólitos como los antes mencionados. Los voy apuntando en una libreta que siempre llevo conmigo a todas partes, pues nunca se sabe. Soy incapaz de leer un libro hasta el final, pero voy tomando aperitivos de información. El origen del pan negro de centeno, por ejemplo. El caballo de Napoleón se alimentaba con el mejor pan de su glorioso ejército. Los soldados palidecían de envidia, los pobres. Como es natural, aspiraban a alimentarse tan bien como el caballo de Napoleón. Y este comía pan negro de centeno. ¿El empleo más peligroso? Trabajador sanitario. ¿Sabías que hay treinta y cinco millones de glándulas digestivas en el estómago humano? Si te pides un club sándwich, vas a necesitar todas esas glándulas, aviso.
Uh, verás, también me gusta recolectar trastos. Soy asiduo a los vertederos, y cuando vuelvo al hogar familiar con algún cachivache tengo que decirle a mi señora esposa, ay, que es un regalo de un amigo. No sé, bueno, verás… me gusta coleccionar objetos singulares: el recipiente de chile con carne que me ofreció Tammy Wynette, un anuncio de cigarrillos de un periódico de hace cien años, una caja llena de esqueletos de aves, direcciones para las fiestas caseras que organizaba Dean Martin, un titular en un viejo periódico de Texas que dice «frascos de whisky hallados en el césped del reverendo», un botón de la chaqueta deportiva de Frank Sinatra, un retrato de Fat Joe que pintó mi hijo Casey, y una antigua factura telefónica de Huddie Ledbetter. Pero, si me estás leyendo, sospecho que querrás algunos datos verificables. Mira, normalmente lo paso mal hablando directamente de las cosas, pero ahí van…
Nací en Los Ángeles siendo yo muy pequeño. Vine al mundo en el asiento trasero de un taxi amarillo que se detuvo en el aparcamiento del Hospital Murphy. Tuve que pagar un dólar con ochenta y cinco centavos para salir de allí. Todavía no me habían puesto unos pantalones y, además, resultó que me había dejado el monedero en los otros pantalones. Aquel día había muerto el legendario Leadbelly, y me gusta pensar que nos cruzamos en el pasillo.
Mi padre era profesor de español, así que vivimos un poco por todas partes, en Whittier, Pomona, La Verne, North Hollywood, Silver Lake, zonas metropolitanas alrededor de Los Ángeles. Tenía yo diez años cuando pasamos cinco meses en una granja de pollos en la Baja California. Pasé mucho tiempo en México, aunque ahora casi nunca voy. Solíamos bajar hasta allí con mi papá a que nos cortaran el pelo, y él aprovechaba para entrar en los bares y pimplarse unos tragos. Yo me sentaba junto a él, en uno de los taburetes, y tomaba un refresco.
A los dieciocho años, en Tijuana, una prostituta enana escaló un taburete y se me sentó en el regazo. Estuve bebiendo con ella durante una hora. Fue algo memorable. Me transformó por completo. Tierno, muy tierno. No me la llevé a una habitación, solo se quedó sentada en mi regazo. Siendo adolescente iba por allí buscando bronca. Era un lugar de tal abandono y anarquía que parecía el poblado de un wéstern, como retroceder doscientos años: las calles embarradas, las campanas de la iglesia, las cabras, el fango, las señales tórridas, chillonas. Para mí aquello era verdaderamente como el país de las maravillas, y me cambió para siempre.
Crecí en San Diego, allí fui al instituto. Durante mis años escolares tuve un montón de empleos. No había mucho que me interesase en la escuela, estaba todo el tiempo metiéndome en líos, así que dejé los estudios. He dado muchas vueltas desde entonces. He dormido con tigres y leones, y con Marilyn Monroe. Me he emborrachado con Louis Armstrong, he echado los dados en Las Vegas, he estado en el Derby de Kentucky, he visto jugar a los Brooklyn Dodgers en Ebbets Field, y le enseñé al bateador Mickey Mantle todo lo que sabe.
No recuerdo cuándo empecé a escribir. Muy pronto empecé a rellenar formularios y papeles. Primero el apellido, luego el nombre, sexo… «ocasionalmente», ese tipo de cosas. Más tarde escribía cartas, cumplimentaba formularios, garabateaba en las paredes de los lavabos. Vi algunos grafitis estupendos en un bar de Cincinnati. No, fue en St. Louis, en un lugar llamado The Dark Side of the Moon. Era un club, ni siquiera sé si seguirá allí. En cualquier caso, el grafiti decía: «El amor es ciego; Dios es amor; Ray Charles es ciego; en consecuencia, Ray Charles debe ser Dios». ¡Supe inmediatamente que me encontraba en una población con universidad! Que las luces estaban encendidas y había alguien en casa, ya me entiendes, y… así que… pero… ¿de qué te hablaba?
Ah, bueno, de que pasé unos primeros años problemáticos, pero no terribles. Nada grave. La hora punta del tráfico en la Harbor Freeway a cuarenta y pico grados, sin aire acondicionado en tu coche. Tienes cigarrillos, pero no cerillas. Sufres de hemorroides, necesitas afeitarte y… eso sí puede ser terrible.
¿Quieres un parte genealógico? Ahí va. Todos los psicópatas y los alcohólicos están en la familia de mi padre; en la de mi madre tenemos a ministros de la Iglesia. Así he salido yo, qué se le va a hacer. Casarme con Kathleen fue genial. He aprendido mucho de ella. Es católica irlandesa, con todo ese oscuro bosque viviendo en su interior. Me empuja a lugares a los que yo no iría, y diría que me ha animado a llevar a cabo muchas de las cosas que intento hacer. ¿Y los críos? Casey y Sullivan. Y mi niña, Kellesimone. Creativamente eran asombrosos. El modo en que dibujaban de pequeños, ya sabes. Se salían de la hoja de papel y seguían por las paredes. Yo desearía tener esa amplitud de miras. Crecieron y ahora me echan una mano; es un negocio familiar. Si fuera granjero, les tendría ahí fuera con un tractor; si fuese bailarín de ballet, les haría llevar tutús. Soy su papá, ahí se acaba todo. No son fans míos. Tus hijos no son tus fans, son tus hijos. El truco consiste en mantener una carrera y al mismo tiempo una familia. Es como tener dos perros que se odian y sacarlos a pasear cada noche.
En lo referente a Kathleen, no me casé con una mujer, sino con una enorme colección de discos. Bueno, a ella le gusta decir que se casó con un mulo, no con un hombre. Kathleen vivía en un convento, iba para monja. La conocí cuando la dejaron salir en Nochevieja para acudir a una fiesta. ¡Dejó al Señor por mí! Llevaba diez miserables años buscándola. Mi vida se asentó con ella, nos fuimos a vivir al campo, me mantenía alejado de los bares, pero curiosamente mi trabajo se hacía cada vez más inquietante. A mí es que me gustan las melodías hermosas que cuentan cosas horribles. Mi esposa dice que mis canciones se dividen en dos categorías: Damas de la Guadaña o Grandiosas Lloronas. Verás, a todos nos gusta la música, pero lo que realmente queremos es gustarle nosotros a la música, pues no es otra cosa que un idioma. Y, claro, hay personas que son lingüistas y hablan seis idiomas con fluidez, pueden hacer contratos en chino y contar chistes en húngaro.
Me interesan las palabras. Me encantan las palabras. Cada palabra tiene un sonido musical particular que se puede usar o no. Por ejemplo «espátula», esa es una buena palabra. Suena a nombre de banda. Probablemente sea el nombre de una banda. Adoro esos libros de referencia que me enseñan palabras, los diccionarios de slang o el Dictionary of Superstition, el Phrase and Fable, el Book of Knowledge, tochos en los que rastrear palabras con musicalidad propia. A veces eso es todo lo que buscas. O creas sonidos que no sean necesariamente palabras. Son solo sonidos, pero tienen una bonita forma. Se acrecientan en un extremo y luego descienden hasta una punta que se riza. Las palabras, ya lo he dicho, son lo que me gusta realmente, las amo, siempre ando buscándolas, siempre intentando escribirlas, siempre tratando de escribir algo. El lenguaje evoluciona continuamente. Me encanta el slang de las prisiones y la jerga de las calles.
La araña macho toca música, ¿a que no tenías ni idea? Después de tejer cuatro hebras de su red, se aparta a un lado, levanta una pata y las rasguea. Esto atrae a la araña hembra. ¿Qué acorde tocará? Siento curiosidad por ese acorde. Así compongo música. Es como la escritura automática. ¿No te gustaría entrar en una habitación oscura con un trozo de papel y un lápiz y simplemente dibujar círculos y acabar escribiendo la gran novela americana? Para mí grabar un disco es como fotografiar fantasmas. ¿Sabes a lo que me refiero? Es como llevar un perro rabioso a una fiesta de cumpleaños. Todos tratamos de reconciliar esas cosas en la música, nuestras distintas facetas. Está todo en mi interior: me encanta la melodía, pero también me gustan la disonancia y el ruido de una fábrica. Pero la melodía es una gran porción de mi vida, sí. Se trata de encontrar un modo de encajar todas esas facetas para así poder juntarlas en un disco.
Es agradable pensar que, cuando haces música y la lanzas al exterior, alguien va a recogerla. ¿Y quién sabe cuándo o dónde? Escucho cosas que tienen cincuenta años, y más antiguas que eso, y las asimilo. Y así estás de algún modo comulgando y fraternizando con personas a las que aún no conoces, que a lo mejor algún día se llevarán tu disco a casa… ya sabes, regentan una pequeña tienda de ropa interior femenina en Magnolia… lo pondrán en el tocadiscos y lo fundirán con los sonidos que escuchan en sus mentes. ¡Qué agradable sensación formar parte del desmembramiento del tiempo lineal!
En mi caso, crear una mitología sobre los demás y crear una cierta cantidad de mitología sobre uno mismo es algo compulsivo. Lo iluminas todo con tu propia luz, y si tomas agua de un río, ya no es un río, es agua en una lata. Te iluminas a ti mismo y, al estar en escena, cosa que como bien sabes detesto profundamente, también escondes mucho de ti mismo. Lo mismo ocurre con las canciones extraídas de una cierta experiencia. Se trata de una cuidadosa operación. Es como cuando cuentas una historia. Lo que en ella eliges ignorar también forma parte de la misma. Es una dislocada crisis de identidad masiva. Es «la oscura, cálida, narcótica noche americana», como escribí en mi fantasiosa primera biografía promocional, allá por 1973.
Las manos lo son casi todo en la música, como en la medicina. Todo procedimiento médico requiere de dos manos. Y lo mismo ocurre, en la mayoría de casos, con la música. Me refiero a que no encontrarás muchas piezas escritas para pianistas con un solo brazo. Hay mucha inteligencia en las manos. Cuando coges una pala, las manos saben lo que deben hacer. Lo mismo es cierto de sentarse al piano; es como si tus manos, al cabo de un tiempo, se acogieran a ciertas estructuras y voces. Pienso que es bueno sorprenderse a uno mismo en ocasiones. Esto me recuerda a un amigo que es pintor y lleva gafas. Se va al bosque, se quita las gafas y dibuja, ya sabes, porque así todo se ve distinto.
Usas la palabra «yo» o «mí» en una canción, para contar una historia disparatada, y la gente te dice, «Dios mío, ¿es eso autobiográfico?». Los novelistas no son intérpretes. ¡Los novelistas son unos gallinas! No, no, bueno, no sé exactamente lo que son. Es un trabajo solitario. La gente solo tiene lo que tú le proporcionas para seguir adelante con sus vidas. Es todo espectáculo. Esa es la belleza del mundo del espectáculo, el único negocio en el que puedes hacer carrera después de muerto. Pensamos en términos de escenario y bastidores. Es esa mentalidad del mirón. «¿Qué estará ocurriendo ahí detrás?», susurras. «¿Se estará poniendo medias y un liguero? ¿Qué ocurre ahí detrás? ¿Quién ha pedido la botella de Yukon Jack? Yo no he sido». La mayoría de nosotros tenemos una perspectiva limitada sobre los demás. Sabes tres o cuatro cosas de alguien, las juntas y te montas tu película.
Acumulo influencias irreconciliables, lo sé bien, y pienso que eso es lo que a veces sale a flote en mis discos. Mira, al final me quedo con lo cubano y lo chino, pero nunca llega a convertirse en chino-cubano. ¡Caramba! He llegado casi a aceptarlo, que albergo distintas facetas. Me gustan Thelonious Monk y George Gershwin, Harper Lee y Charles Bukowski, Randy Newman y Frank Sinatra, Jack Kerouac y Eugene O’Neill, Rajmáninov y los Contortions. Que así sea. ¡Pégame un tiro! De otro modo llega un punto en que te sientes como si fueses por ahí vistiendo bermudas y un gorro de baño, botas de pesca y una corbata. Como suelo decirles a mis músicos: tócala como si tu pelo estuviese en llamas. Tócala como si fuese el bar mitzvá de un enano.
Las noticias son bastante notables por aquí, los periódicos locales, digo, te inspiran canciones. Hace un par de semanas un hombre murió atragantado con una biblia de bolsillo. Una biblia de doscientas ochenta y siete páginas. Sentía que había sido poseído por el demonio y quiso tragarse la biblia. Y se asfixió. Las cosas que hace la gente. ¡Gracias a Dios que existen los periódicos, o no sabríamos de lo que somos capaces! Arrestaron a un hombre por llevar veintiuna palomas rellenando sus pantalones. Llevaba uno de esos pantalones holgados, y fue a un parque, se metió una paloma en los pantalones y le gustó la sensación. Se dijo, «No hago daño a nadie». ¡Las asociaciones animalistas se le echaron encima y fue detenido por la policía! En una población cercana a donde vivo, al norte de San Francisco, un tipo se desmayó mientras atracaba un banco con una pistola de juguete. Resultó que se había dejado las llaves del coche encerradas dentro. De todos modos, no hubiese podido escapar. Blandía esa pequeña pistola de plástico, delirante ante el mostrador.
Un poco de elegancia arrabalera nunca está de más, es lo que pienso. Sigo sin pagar más de seis dólares por un traje. Cuando salí por vez primera de gira, era muy supersticioso; llevaba en escena los mismos trajes hasta que los gastaba. A menudo partíamos a primera hora de la mañana. Detestaba todo el ritual de vestirme, por lo que muchas veces me tiraba en la cama vestido con mi traje y mis zapatos, listo para levantarme en cualquier momento. Me cubría con la sábana y dormía vestido, lo hice durante años. Dejé de hacerlo al casarme. A Kathleen no le gusta nada, ya sabes. Siempre que se va un par de días, me pongo un traje y me meto en la cama, pero a su regreso ella siempre se da cuenta. Ay…
Soy la clase de tipo capaz de venderte el agujero del culo de una rata como si fuese un anillo de compromiso. De hecho, estuve pensando en abrir un nightclub: la entrada sería gratuita y, bueno, la máquina expendedora de cigarrillos estaría estropeada, nadie hablaría inglés, y no conseguirías que te cambiasen un dólar. Mientras estás allí alguien se está llevando a tu esposa y robándote el coche, y un enorme luchador de sumo quiere romperte el pescuezo. Todas las chicas padecen una enfermedad venérea y, en realidad, son travestis. La banda la forman seis borrachos a los que se ha elegido al azar y proporcionado instrumentos electrónicos. Es un club para gente que no sabe cómo pasarlo realmente mal. No se ha de pagar entrada. No te cobran nada por entrar, pero has de apoquinar cien dólares para salir.
He aprendido mucho desde que estoy en el negocio, lo reconozco. La mayoría de cosas importantes las aprendí los últimos diez años. Claro que llevo sobrio tanto tiempo que ya ni me acuerdo de a qué sabe el licor. Veamos, ¿qué he aprendido? Que como nación somos adictos a los cigarrillos y a la ropa interior. Y que cada vez se hace más difícil encontrar una taza de café malo.
Me encanta la frase «Quiero saber lo mismo que todo el mundo desea saber: ¿cómo acabará esto?». ¿Qué será? ¿Un infarto en una sala de baile? ¿Un huevo tragado por el conducto equivocado? ¿Una bala perdida que llega desde un conflicto a dos millas de distancia, rebota en un poste, atraviesa el parabrisas y agujerea tu frente como un diamante? ¿Quién sabe? Fíjate en Robert Mitchum. Murió mientras dormía. Eso está bastante bien para un tipo como Robert Mitchum.
Una última confesión: llevo un águila tatuada en el pecho. Solo que en este cuerpo más parece un petirrojo. En mi mente soy un rumor, una leyenda de mi época; soy un tumor en mi propia mente. Lo sé, lo sé, yo estaba destinado a ser una institución nacional o a ser encerrado en una.
[D.E.P., Roy. Gracias por los buenos momentos que nos has hecho pasar con los Flamin' Groovies y los Phantom Movers.]
Fue cofundador de la influyente banda de culto garagera
Roy Loney, líder fundador de la influyente banda de garage Flamin 'Groovies, ha muerto a los 73 años. La banda anunció la noticia en Facebook, declarándose «profundamente tristes y aturdidos».
Su novia le contó al «San Francisco Chronicle» que murió de insuficiencia orgánica en el California Pacific Medical Center de la ciudad. «Roy nació el viernes 13 y murió el viernes 13», dijo. «Eso es algo muy emocionante».
La legendaria banda californiana formada en los años sesenta en San Francisco encaja como pocas en el guante de «banda de culto». Responsables de un repertorio plagado de extraordinarias canciones, en cierto sentido pioneros del punk, el power-pop o la nueva ola, hábiles alquimistas que combinan la energía e inmediatez del mejor y más genuino rock & roll con la sensibilidad y la consistencia melódica del pop más exquisito.
Loney dejó la banda en 1971. Luego grabó material en solitario mientras los Flamin 'Groovies continuaron con Chris Wilson como líder, grabando éxitos de power-pop como Shake Some Action. Loney volvió al grupo en alguna ocasión, por ejemplo en 2016 donde el resto del grupo explicó así como ellos y Loney eran diferentes: «No nos costó nada convencerle de que tocara con nosotros porque hemos crecido juntos y siempre hemos seguido siendo amigos. No somos como otras bandas».
Es el año 1979. La conservadora Margaret Thatcher acaba de tomar posesión como primera ministra del Reino Unido. Desde Downing Street, la mujer conocida con el sobrenombre de La Dama de Hierro aplicará una agenda de privatizaciones y recortes sociales. Entre tanto, un desarrapado que arrastra acento medio escocés como herencia materna desfila por los escenarios del país con una pegatina del Frente Sandinista de Liberación en la guitarra y el mensaje: “Nicaragua, un pueblo en lucha”. Casi una evocación del “esta máquina mata fascistas” que lucía en su instrumento el legendario músico de folk Woodie Guthrie.
El desarrapado en cuestión, el cantante y guitarrista Joe Strummer (Ankara, Turquía, 1955–Somerset, Reino Unido, 2002), que ocasionalmente también osa lucir provocadoras camisetas del grupo armado alemán Fracción del Ejército Rojo, no pasa por su momento más boyante. Aunque la banda que lidera, The Clash, es uno de los pilares de la explosiva escena punk británica, dista mucho de gozar del éxito popular necesario para tener garantizada una subsistencia económica. Tampoco tiene pinta de que el propio movimiento vaya a sobrevivir comercialmente y Thatcher bien parece encarnar la representación material de su derrota.
En este desalentador ambiente, Strummer y los otros componentes de The Clash —el también guitarrista Mick Jones (Londres, 1955), el bajista Paul Simonon (Brixton, 1955) y el batería Topper Headon (Kent, 1955)— deciden conjurarse y apostar a doble o nada. Después de dos discos esenciales para el género, el epónimo The Clash (1977) y su sucesor Give ‘em enough rope (1978), la banda echará el resto con un álbum doble de 19 canciones mucho más allá de los límites de la etiqueta punk. Y con un lanzamiento en fechas idóneas para regalarlo a los seres queridos, como bromearía Jones, el guitarrista, en declaraciones a Trouser Press: “Es como nuestro recopilatorio de 20 grandes éxitos. Sabíamos que iba a salir en Navidad, así que lo hemos preparado para poder competir con los discos de 20 grandes éxitos del resto de grupos”.
El álbum, una mezcla elaborada e inimaginable de su característico rock combativo con la canción tradicional estadounidense, el reggae, el ska o las músicas del mundo, se convertirá en un éxito mundial que catapultará al grupo y le colocó entre los más influyentes del siglo XX. Se publicó hace hoy 40 años y lleva por título London calling.
El poso e influencia del tercer trabajo de The Clash abarca generaciones. Tom Morello, guitarrista del de Rage Against the Machine o Audioslave, dijo de él a la revista Classic Rock en 2016: “Una semana después de la primera escucha, escribí la primera canción política de mi vida. The Clash me empujaron a hacer música con contenido político y a tomar una postura ideológica”. Aunque es difícil saber si la banda decidió premeditadamente alejarse del estilo punk al considerarlo agotado, lo que resulta evidente escuchando London calling es que nunca estuvo sobre la mesa abandonar sus principios básicos, tal y como ellos los entendían. Esto es: rebeldía contra el statu quo, rechazo de todo dogmatismo, horizontalidad y, desde luego, inequívocos y contundentes planteamientos de izquierda.
En lo musical, de hecho, estaban emprendiendo un camino que también recorrerían otros compañeros suyos de generación; sin ir más lejos, John Lydon —antes conocido como Johnny Rotten—, exlíder de la otra gran banda emblemática del momento, Sex Pistols, exploraba también en ese momento fusiones de géneros con los innovadores Public Image Ltd. Así lo analiza Mick Jones, en declaraciones recogidas por la revista Long Live Vinyl: “El punk se estaba quedando más y más estrecho, como concentrado en una esquina. Pensamos que nosotros podíamos hacer cualquier tipo de música”. Era el tiempo del pospunk.
Por otra parte, también había algo de culminación. No en vano, The Clash venían de una gira por Estados Unidos donde habían elegido como compañeros de escenario a artistas tan aparentemente alejados de su sonido como Bo Diddley (pionero del rock and roll clásico), la leyenda de la música negra Screamin’ Jay Hawkins (que se presentaba en el escenaro metido en un ataúd) o la más lisérgica banda de rockabilly de la historia, The Cramps.
Su interés tampoco era flor de un día. Al menos Joe Strummer con su anterior formación, los protopunk The 101ers, ya se había atrevido en directo a versionar composiciones tan heterodoxas como el clásico popular negro Junco partner, Out of time (The Rolling Stones) o Gloria (Van Morrison). De hecho, en una de las páginas del libro The Clash (2008, Global Rythm Press), que recopila textos firmados por todos los miembros de la formación clásica, Strummer admitía haberse esforzado en “desaprender” lo que sabía sobre rock clásico cuando estalló el movimiento punk: “Fue como volver a la casilla de inicio, al año cero. Parte del punk consistía en desprenderte de todo lo que conocías antes. [...] Había que deshacerse de nuestra manera de tocar en un intento febril por crear algo nuevo”.
Para hacer explícito en London calling el nuevo hermanamiento entre la tradición estadounidense y los mismos punks que, solo dos años antes, habían compuesto un tema como I’m so bored with the USA (Estoy muy aburrido de Estados Unidos), se eligió una foto del bajista Paul Simonon haciendo trizas su instrumento, en una portada diseñada con la estética, colores y tipografía del disco debut de Elvis Presley.
Con ecos de opera rock, London calling evidentemente no es un álbum que presente una historia definida pero, sin duda, funciona como obra unitaria porque tiene un tema principal. Ese tema, como no podía ser de otra manera en su contexto social, es la derrota, y los protagonistas de las canciones son los perdedores.
Por las letras (mayoritariamente de Strummer, pero también con muy notables aportaciones de Mick Jones, como es el caso de Train in vain, y Paul Simonon, responsable de la icónica The guns of Brixton) circulan tipos marginales, bandidos y héroes callejeros: desde ese Jimmy Jazz al que busca la policía y del que nadie suelta prenda, hasta los rude boys (Rudie can’t fail), el nombre con el que se denominaba a los guetos de jóvenes de origen jamaicano que vivían en el Reino Unido y que frecuentemente eran víctimas de la xenofobia y el acoso policial.
El propio corte que abre el disco y le da título, London calling, es una referencia a los boletines radiofónicos (“Londres emitiendo…”) que se ofrecían durante los bombardeos alemanes a la capital del reino en 1940 y 1941, y se enmarca en un clima de razonable pánico nuclear tras el accidente en la central de Three Mile Island, en Pensilvania, a principios de año. En ese paisaje apocalíptico, la letra también menciona la brutalidad de los cuerpos de seguridad o incluso el riesgo de desborde del río Támesis que amenazaba con inundar el centro de Londres. En el verso “phony beatlemania has bitten the dust” (“el camelo de la beatlemanía ha mordido el polvo”), Strummer parece introducir el primer dardo envenenado de la función: la metáfora del fracaso de una generación que se había creído capaz de soñar con un mundo distinto y que, sin embargo, se estaba teniendo que resignar a contemplar su giro autoritario. La subcultura de los rude boys acabaría popularizándose con el ska, su particular manera de bailarlo y su relectura de las viejas ropas de gángsteres.
En el punk, sin embargo, la derrota siempre va asociada a la resistencia, por fútil que esta resulte. Las clases populares que tratan de salir adelante contra viento y marea protagonizan la emocionante y enérgica I’m not down, la historia de alguien a quien la vida ha golpeado de todas las maneras, pero sigue en pie; o, sobre todo, la melancólica Lost in the supermarket, una delicada composición donde Strummer, según reveló en una grabación hecha pública en el documental conmemorativo Making of London Calling: The Last Testament (2004), trató de dibujar la infancia de su compañero de banda Mick Jones, que creció en un piso bajo de las afueras de Londres junto a su madre y su abuela. Jones cantó la canción a petición de Strummer, que la definía como “un relato de superación”.
Mick Jones no fue la única persona cercana que sirvió de inspiración a Joe Strummer: el vocalista también tuvo tiempo de dedicar una canción encubierta a su productor, Guy Stevens: The right profile, posiblemente el corte más estrafalario del álbum, y aparentemente un tema que se burla de los conocidos problemas con el alcohol de Montgomery Clift. Stevens no solo tenía problemas igual de graves (de hecho, CBS prefería no contar con él y acabó cediendo por su amistad con Paul Simonon), sino que manejaba una disciplina de trabajo excéntrica: hay fotos de las sesiones en estudio donde se le ve tirando sillas para, en teoría, crear una atmósfera suficientemente tensa que diera a las canciones la fuerza que necesitaban. Johnny Green, uno de los asistentes de la banda, describía el poder de Stevens de la siguiente forma: “Su mundo estaba ardiendo y él quería avivar las llamas”.
Guy Stevens falleció solo dos años después de la grabación de London calling, por una sobredosis de fármacos. The Clash lanzó en 1982 una canción dedicada a su memoria, Midnight to Stevens.
Pero quizás lo que convierte al álbum en una obra maestra es el nítido diálogo que plantea entre sus mensajes políticos y el sonido de las canciones. London calling tiene una vocación aglutinadora e internacionalista, algo que se plasma por igual en la asimilación de culturas musicales heterogéneas y en el recurso a temáticas como la de Spanish bombs, que recoge el testigo romántico de los brigadistas extranjeros que viajaron a España a defender la democracia y la República en la Guerra Civil. Escrita en un registro próximo a lo observacional, la canción entrelaza pasajes del conflicto, como el asesinato del poeta Federico García Lorca a manos de los franquistas, con el amor condenado al fracaso entre una mujer y un miliciano foráneo que se despide chapurreando un castellano torpe: “Yo te quiero y finito, yo te acuerda, oh, mi corasón”.
Algo parecido sucede en el himno Clampdown, dedicado a los jóvenes rebeldes que luchan contra el orden establecido, y que incluye un guiño a los movimientos socialistas emergentes en ese momento en Latinoamérica: la mención en español a los “presidentes” malvados que buscan restringir derechos civiles.
London calling fue incluido como uno de los diez mejores álbumes de todo el mundo (sexto puesto) en las dos votaciones organizadas por la revista estadounidense Rolling Stone en 2003 y 2012, en las que participaron cerca de 300 artistas, periodistas y profesionales de la industria. Según el agregador sueco Acclaimed Music, la mayor base de datos de críticas musicales, se trata también del octavo disco más valorado de todos los tiempos y el primero de una banda de punk-rock. Ha vendido dos millones de ejemplares.
London calling también granjeó a The Clash el respeto de muchos que les habían despreciado, como fue el caso del crítico Charles Shaar Murray, de New Musical Express, a quien no le quedó más remedio que desdecirse de las palabras que había pronunciado tres años antes sobre el grupo: “Son una banda de garaje y deberían volver allí cuanto antes, preferiblemente con la puerta cerrada y los motores encendidos”.
También su tardía fecha de publicación motivó polémicas bibliográficas: que se editara un 14 de diciembre de 1979 dejó obsoletas muchas listas de los mejores álbumes de los 70 que estaban difundiendo, con precipitación, las cabeceras musicales. Otras, como Rolling Stone, directamente llegaron a nombrarlo mejor álbum de la siguiente década al tomar como referencia su lanzamiento en enero de 1980 en Estados Unidos. Cabe señalar que, según el Diccionario Panhispánico de Dudas, una década comienza con un año acabado en 1 y termina con otro acabado en 0, de modo que en 1980 seguía, técnicamente, siendo un disco de los 70.
Beatrice Behlen, comisaria de la exposición conmemorativa sobre London calling que el Museo de Londres acoge actualmente hasta abril de 2020, dice a ICON hoy del disco: “Muchas cosas continúan destacando, desde la amplitud de los estilos musicales que confluyeron en su sonido hasta cómo las letras reflejaban una serie de temas de la historia de la ciudad que tienen resonancia en la actualidad, además de la estrecha relación que mantuvieron la banda y sus colaboradores”, en referencia a los partidos de fútbol que el grupo jugaba contra los técnicos del estudio en los descansos de las grabaciones, para desconectar. Entre los objetos de la exposición no llega a estar el balón con que se disputaban esos encuentros, pero sí el desventurado bajo de Paul Simonon de la famosa portada.
The Clash lograron mantener un gran nivel de ventas en los siguientes trabajos: si bien Sandinista! (1980) no ha tenido las mismas cifras con el tiempo, en su momento se vendió igual de bien que London calling, y en 1982 Combat rock (que traía clásicos instantáneos de la banda como Should I stay or should I go o Rock the casbah) fue un éxito aún mayor.
Tras ese último disco, el batería Topper Headon fue expulsado de la banda por Strummer debido a su adicción a la heroína, y le seguiría Mick Jones. Los músicos lograron retomar la amistad y en 2002 el guitarrista accedió a volver a interpretar en un concierto varios temas de The Clash junto al grupo de Strummer, The Mescaleros. No hubo tiempo para plantear nada más: en diciembre de ese año, Joe Strummer murió repentinamente a consecuencia de una enfermedad del corazón no diagnosticada.
El discurso de London calling, sin embargo, continúa activo como el primer día. Ya no vivimos instalados en el pánico nuclear de entonces, pero sí en la crisis climática. El partido de Margaret Thatcher ha conseguido esta semana, con Boris Johnson a la cabeza, su mayor resultado electoral desde… los tiempos de Margaret Thatcher. Los inmigrantes vuelven a estar en el centro de la diana en Reino Unido.
Durante años, The Clash representaron la alternativa social y comprometida frente al nihilismo destructivo y orgullosamente superficial de Sex Pistols. Pero 40 años después, parece pertinente preguntarse: ¿y si realmente no había futuro?
A todo el mundo le gusta el rock and roll, pero las chicas prefieren canciones más de tipo sentimental. Eso es lo que nos han dicho que nos tiene que gustar. Justo después de «Can the Can» solo nos escribían chicos, pero ahora son muchas más las chicas que me escriben miles de cartas. En ellas me dicen: «Soy como tú, llevo el mismo peinado, digo palabrotas y me he hecho un tatuaje». Son chicas que quieren salir de su burbuja, me han puesto en un pedestal porque creen que soy el ejemplo que seguir para convertirse en otra clase de mujer. Una muy diferente. (Suzi Quatro, en 1973)
Visualicen a David Bowie, en su encarnación de Ziggy Stardust, sobre el escenario del teatro Hammersmith. Es el momento de presentar a los músicos. Cuando llega a Mick Ronson, exclama: «¡No, no es Suzi Quatro, es nuestro guitarra solista!». Yo jamás lo habría imaginado riéndose de otro hombre porque va peinado y vestido como una mujer, o haciendo la guasa a costa de la propia Suzi Quatro, porque esta se parecía más a un músico masculino que a una chica, cuando el propio Bowie y sus Arañas de Marte iban ataviados como travestis. Parece un poco confuso, pero nos lleva a la misma y diáfana conclusión. En aquellos días, los coqueteos con las ideas de género e identidad sexual eran cosa de hombres.
Porque, si exceptuamos a Suzi Quatro, el glam —la oleada de músicos pintados, vestidos y que se movían de forma excesiva e hipersexual— fue otro simple movimiento de rock masculino. David Bowie posaba como una lánguida muchacha para The Man Who Sold the World; The Sweet y Gary Glitter parecían haber salido de un concurso de drag queens; y Alvin Stardust podía pasar por un impersonator de Elvis, pero de la sección BDSM del mismo concurso.
Sin embargo, aquella chica que quería «ser Elvis», de forma literal, sin reparar en el género, que no se maquillaba ni la mitad que este, vestida de «chico malo», que gritaba y se movía como Rick Derringer en un grupo de hard rock, no provocó un efecto tan revolucionario; bueno, perdón, tan chocante. Una cosa era que un señor se travistiera, pero que una mujer se mostrase no femenina, siempre con pantalones e imitando clisés masculinos, eso no era glam, solo una cosa muy basta y poco femenina: las cantantes pop de su época la calificaban con desprecio de «machorra» y «bollera», y la crítica tampoco tuvo la más mínima piedad: para ellos, o bien era un simple reclamo sexual (en NME dijeron que era «Yesca para rellenar el Penthouse» y la Rolling Stone la describió como «una tarta pop»), o bien un producto prefabricado, sin relevancia alguna, entre el sonido chicle y la parodia glam, por obra y gracia del productor Mickie Most y el dúo de compositores Chinn y Chapman.
Hasta que el punk demostró que los clisés rock se podían doblar, cruzar, ironizar y desafiar, pocos se atrevieron a decir lo contrario. Bueno, creo que sobre Suzi Quatro nadie lo ha dicho con la misma rotundidad con la que sacralizarían a The Runaways, un grupo posterior, que en realidad hacía lo mismo que Quatro: rock elemental, chicas disfrazadas de chicos malos, pero hiperfeminizando aún más si cabe los estereotipos roqueros. La crítica minusvaloró a Quatro en sus días de gloria, no reconoció su talento como cantante ni como instrumentista, solo se quedó con la imagen, que les disgustaba profundamente. Era una chica vestida más o menos como un chico, que se mostraba la líder indiscutible de su grupo, formado por hombres, y que en las versiones de clásicos del rock no cambiaba las letras; las cantaba en primera persona del masculino singular, porque así se las había aprendido de niña, no por provocar o hacer una lectura politizada.
En la década de los noventa, el grunge, el indie y el movimiento Riot Grrrl pusieron en primera línea a la bajista, instrumento y músico menos lucido del rock, y lo elevaron a una categoría especial, como desafío al protagonismo de las guitarras. Llevan décadas venerando a Kira Roessler, Tina Weymouth y Kim Gordon, pero han vuelto a olvidar que Suzi Quatro ya tocaba el bajo en los años sesenta. Mucha gente cree que el rock femenino empieza con Joan Jett y se hace objeto de culto con Patti Smith, pero Suzi Quatro estaba antes, como también estaban (y antes de Quatro) las intérpretes e instrumentistas de soul y rhythm & blues, y como estaban los grupos femeninos de garage y power pop de la segunda mitad de los sesenta. Por ejemplo, el quinteto californiano Fanny, a las que las Bangles de los ochenta, por ejemplo, deben parte de su estilo y sonido.
Estas intérpretes están en las recopilaciones de rarezas del garage rock, la psicodelia y el prog rock, como otros cientos de grupos norteamericanos, europeos y asiáticos a la sombra de The Rolling Stones y The Beatles (The She’s, The Bittersweets, Daughters of Eve, Denise, The Girls, The Whyte Boots, The Hearby, The Moppets, The Pandoras, The Same…). Grupos femeninos que grabaron elepés, firmaron con grandes discográficas e hicieron giras importantes, como Goldie and the Gingerbreads y The Pleasure Seekers, siguen siendo perfectos desconocidos. Y es aquí donde comienza la historia de Suzi Quatro.
Una chica de Detroit
Parece un seudónimo, ¿verdad? Pues no. Quatro es el apellido real de la artista (el Quattrocchi del abuelo paterno fue rebautizado al llegar a Estados Unidos). Mickie Most, el productor que la llevó a Inglaterra, no creyó necesario un nombre artístico, el real era perfecto.
Los Quatro son una familia descendiente de italianos y húngaros que vivían en el área de Grosse Pointe, en Detroit. Suzi es la cuarta de cinco hermanos, quienes aprendieron a tocar de niños y solían acompañar al padre, una celebridad local y niño prodigio del violín. Si Suzi decidió que sería como Elvis Presley tras verlo en el show de Ed Sullivan en 1956 cuando tenía solo seis años, sus otras dos hermanas decidieron ser como los Beatles, tras verlos en ese mismo programa de televisión en 1964. Patti y Arlene Quatro formaron un grupo llamado The Pleasure Seekers con dos amigas del instituto, las también hermanas Mary Lou y Nancy Ball, e invitaron a Suzi para tocar el instrumento que ninguna quería: el bajo. Para compensar, el padre le regaló su propio bajo, un Fender Precision del 57 con su amplificador Bassman. A los catorce, Quatro, que ya tocaba el piano, la guitarra y los bongos, aprendió con aquel instrumento, especialmente pesado y de mástil muy ancho, haciéndose sangre en los dedos. El mismísimo James Jamerson, bajista de los estudios Motown, alabó su estilo, que es que como te bendiga el dios de la tierra de los bajos.
Las Pleasure Seekers cambiarían de componentes a lo largo de la década y conseguirían cierto nombre; primero, en el circuito de locales de la ciudad, y después, con un contrato con Mercury Records y varias giras por ciudades americanas. No olvidemos que, aparte de haber nacido en una familia muy musical, Suzi Quatro nació en una ciudad que fue y es potencia mundial de artistas: estaba Tamla-Motown y estaba el «sonido Detroit». El quinteto debutó en el Hideout, uno de los locales más conocidos, y allí firmó su primer contrato para grabar un single. La imagen del grupo estaba inspirada en el Swinging London, y eran unas instrumentistas más que competentes. Combinaban en el repertorio composiciones propias con éxitos del rocanrol y el pop del momento.
A pesar de su papel, en principio secundario, mánagers y A&R’s pronto se fijaron en Suzi, y en Mercury sugirieron un cambio de nombre, Suzi Soul and the Pleasure Seekers. La bajista compaginaba las actuaciones con su trabajo de gogó para un programa de televisión local, donde pudo estar cerca de las estrellas de la Motown, y conocer también, en las actuaciones con el programa, al plantel de roqueros de Detroit y sus alrededores: Alice Cooper, MC5, Mitch Ryder o unos Stooges en los que Iggy Pop aún tocaba la batería. The Pleasure Seekers fueron teloneras de Chuck Berry y de Jimi Hendrix, incluso las llevaron en 1969 a Vietnam, para tocar ante los soldados. El grupo, atento a los cambios que estaba experimentando la música, abandonó el pop por el rock progresivo (como otros grupos femeninos, que se adentraron en el funk, el folk rock y el heavy: Birtha, The Deadly Nightshade o Bitch). Decididas a entrar en el mundo de los solos y las jams, se cambiaron el nombre a Cradle.
A finales del año setenta, tras un concierto del quinteto en Detroit, Mickie Most lleva a Suzi a los estudios de Motown. Está grabando un disco con Jeff Beck, y quiere hacer una prueba a la bajista, que improvisa con Beck y Cozy Powell el tema de los Meters «Cissy Strut». Convencido de su talento, Most le propone ir a Londres para grabar un disco. Pero solo a ella. Cradle se disuelven (Patti Quatro terminaría tocando en Fanny) y Suzi abandona Estados Unidos en 1971.
Bajo la dirección de Mickie Most, ensaya y compone canciones, pero no termina de encontrar ese hit. Quatro comienza a forjar su imagen: una especie de pandillera de fantasía que juega al billar y lleva navaja, pero, sobre todo, que defiende su estatus de músico frente al estereotipo de la cantante solista, dulce y sentimental. Cierto es que el rock ya tenía voces muy poderosas, como Grace Slick y Janis Joplin (esta última también sufrió un tratamiento similar; tampoco aceptaron su ambivalencia como mujer, por un lado, y como cantante y músico, por otro. O eras una cantante sexy o un marimacho, pero no las dos cosas, y mucho menos un «músico»). Pero la idea de la mujer como compositora, instrumentista y líder de un grupo era algo nuevo en el rock, que no en otros géneros, como el blues o el jazz. Tras unas primeras grabaciones (el primer single, «Rolling Stone», compuesto por Phil Dennys, Errol Brown y Quatro solo tuvo éxito en Portugal), y ya con su grupo de acompañamiento (trío masculino, Most no contempló la posibilidad de más chicas), comienzan las actuaciones. Son teloneros de los Kinks y hacen una gira abriendo para Slade y Thin Lizzy. En 1972, tras un concierto, Suzi es entrevistada por una colaboradora de NME, que le manifiesta su gran admiración y le cuenta que ella también es americana, que toca la guitarra y compone canciones. La periodista se llama Chrissie Hynde.
A comienzos de 1973, vuelven a grabar: «Free Electric Band» (una canción del disco de Albert Hammond) y «Ain’t Gotta Home» (un clásico del rhythm & blues, de Clarence «Frogman» Henry). Las referencias de Quatro son más que evidentes. El rock and roll clásico y la música de su ciudad: soul, rhythm & blues y ese rock seco y furioso que practicaban en Ann Arbor y alrededores. Es cierto que el glam recuperó el rock de los cincuenta, más viciado, si me permiten el adjetivo, pero Most no acaba de encontrar las canciones que puedan condensar esos estilos. Para suerte de ambos, Mike Chapman se ha fijado en ella y está dispuesto a ceder una de sus nuevas composiciones. Suzi trabaja en la letra con el dúo Chapman y Chinn, responsables de la mayoría de los éxitos del glam, y nace «Can the Can». Este single será su primer número uno. Producida por el propio Mike Chapman, la voz de Quatro, hasta entonces reconocible por su tono grave, se fuerza al límite de su registro, lo que se convertirá en seña de identidad en estos primeros hits. El acompañamiento suena como quería Most, un glam rock muy agresivo y un poco acelerado. La letra es un consejo al público femenino de mantener al novio «enlatado», a salvo de otras, para poder usar cuando se quiera.
Para el lanzamiento de este single, se refina la imagen. En los primeros conciertos la han visto como una artista glam, con cazadoras doradas, el pelo rosa y botas de colorines, pero ahora ella decide que va a vestir de cuero. Most rechaza la idea, porque cree que está pasada de moda (quizá él está pensando en Catwoman y en Emma Peel, personajes de ficción), pero en la realidad, ninguna artista de rock se ha presentado de esa guisa. Quatro está pensando en el traje del regreso de Elvis, pero también en los modelitos de las Shangri-Las y en Peggy Jones, la guitarrista de The Duchess. La imagen será mucho más radical: se le confecciona a medida un mono de cuero con una larga cremallera plateada. En las sesiones de fotos, Gered Mankowitz la inmortaliza con su cara de adolescente sin maquillaje, peinado de chica americana, la cremallera abierta hasta el ombligo y un sinfín de cadenas al cuello. Sus músicos aparecen en poses insólitas. Len, el guitarrista (su novio, futuro marido y padre de sus hijos) se apoya en su espalda, como refugiándose tras ella; Alastair, el teclista, asoma la cabeza en el hueco que deja el brazo flexionado de Suzi. Al otro lado, la cabeza de Dave, el batería, sirve de apoyo para el brazo derecho de la cantante. En otras fotos de la sesión, la parodia del macho roquero va todavía más allá: Suzi aparece desafiante y pisando a sus tres músicos, que en una toma levantan los brazos en un gesto ambiguo de defensa o adoración.
Las primeras actuaciones en «Top of the Pops», en la primavera del 73, la convierten en un personaje muy popular. Siguiendo el ritmo de la discográfica, se publica el siguiente single, otro hit de Chinn y Chapman: el ruidoso «48 Crash» (una canción sobre la crisis de la mediana edad… masculina). Le siguen «Daytona Demon», «Too Big» y «Devil Gate Drive». Quatro vende miles y miles de discos en Inglaterra y Europa (sí, también en España). Animada por el éxito, Quatro vuelve Estados Unidos para una gira, pero esta vez de telonera de otros grupos (es el destino de las artistas femeninas en esos años, no importa lo mucho que vendas o lo famosa que seas), salvo en su Detroit natal, donde es el número estrella. Sus teloneros son un curioso cuarteto local que se hace llamar Kiss. En las actuaciones en California conoce a una jovencísima Joan Jett, que va vestida y peinada igual que ella y se declara su mayor fan. Muy poco después, las Runaways serían una realidad y en 1981 el debut en solitario de Jett, con su versión de «I Love Rock and Roll», provoca más de una confusión. Muchos creen que Quatro había vuelto a «Top of the Pops». En palabras de Suzi: «La imitación es el halago más sincero, pero a veces puede resultar un tanto escalofriante».
Entre el 73 y el 75, Quatro recorre el mundo en olor de multitudes. El principio de una serie interminable de giras que se prolongarán hasta finales de los 90. En Australia es un clamor: la convierten en la reina de los moteros y cada concierto es una locura. A pesar de las suspicacias y las invectivas de la crítica, es portada de Rolling Stone, Sounds, Creem… y póster central de Penthouse; eso sí, vestida de pies a cabeza. Recuerdo un Musical Express, tocando ella y su grupo en directo con Salvador Domínguez, con su bajo colocado casi en las rodillas. Ha pasado mucho tiempo desde The Pleasure Seekers, cuando Suzi y las otras componentes del grupo tenían que dar con los instrumentos en la cabeza a ciertos espectadores con las manos muy largas, o bofetadas a compañeros de otros grupos y gente del negocio que seguían sin entender que ellas no estaban ahí para que las sobaran o como un bonito adorno.
Tras dos giras mundiales, la carrera de Suzi Quatro da un giro imprevisto. Su representante en EE. UU. la convoca para una prueba en una serie de televisión. Así, de la forma más inopinada, se convierte en un personaje secundario que aparecería unos meses en Happy Days, el famosísimo culebrón, interpretando a una prima roquera de Fonz. Esto, lejos de la anécdota, es el comienzo de una carrera como actriz, que la llevará al teatro musical, a la televisión y, sí, a los concursos y programas de entretenimiento, en los que sigue hoy en día, además de la música.
A Suzi Quatro siempre la olvidan en los repasos historicistas del feminismo musical, aunque fue extremadamente popular en una época en que las mujeres raras veces aparecían en los escenarios rock, salvo como coristas o groupies, y que continúa en la música: este año publica un nuevo disco, hace gira y se pone a la venta una caja con todas sus grabaciones. Por fin, tras casi cincuenta años de carrera, parece que han reparado en que su figura merecía algo más que una condescendiente nota a pie de página.
Espero que en diez años haya montones de mujeres músicos; de otro modo, lo que estoy haciendo no habrá servido de nada. He pasado momentos muy duros y me hubiera encantado haberlo tenido más fácil. Había muchas chicas en los grupos de mi adolescencia, pero terminaron por dejar la música a causa de las presiones; especialmente, las que ejercían sus familias. Es esa presión invisible, implícita, que todos olvidan, la que se sufre con más fuerza. (Quatro, 1973).